Es común que los países desarrollados del Norte midan a los pobres y subdesarrollados del Sur. Quien en realidad lo hace son los factores de poder del Norte a través de sus brazos operativos, sus Gobiernos, sus científicos funcionales a los poderosos.
Se mide todo un poco esquizofrénicamente. ¿Para qué? A veces los encargados de medir ni siquiera lo saben. Solo miden, estadísticas de por medio. En definitiva, la información es poder. Y alguien usará esa información (es decir, alguien la usará para seguir ejerciendo un poder).
Se mide todo: la pobreza, las calorías diarias que se consumen, el índice de transparencia en la forma de hacer negocios, la cantidad de hijos promedio que tiene cada mujer, el compromiso de los Gobiernos en la lucha contra el narcotráfico, los niveles de corrupción, el analfabetismo, la cantidad y el tipo de mascotas hogareñas que existen, la variedad de regalos que se compran en Navidad, las muertes por mordedura de serpiente venenosa, la democracia. Las estadísticas se encargan de acomodar todo ese saber inconmensurable y, por tanto, sirven para sacar conclusiones, dar recomendaciones y fijar las correspondientes líneas de acción. Que, por supuesto, tienen una sola vía. Siempre.
Y es siempre el Norte quien mide al Sur.
Quien mide puede permitirse decirle al medido, desde un lugar de preeminencia, cómo es y por qué es así. También puede decirle —pero en general no le dice, sino le impone— cómo tiene que seguir siendo. En definitiva, tanta medición —independientemente de que sus resultados sean manipulados más o menos— está al servicio de una dominación.
¿Y qué pasaría si el Sur midiera al Norte?
En realidad no sería nada descabellado, pues lo que sucede ahora no sirve mucho al Sur. Supuestamente se miden hechos, pero nada se dice de las causas. Se habla de la pobreza, de los índices de desocupación, de los porcentajes de economía informal que caracterizan a estos desgraciados países, pero ¿qué hacemos con estas tablas y gráficas? ¿Y las soluciones?
Si de medir se trata, ¿por qué no medir, por ejemplo, los índices de agresividad? ¿Cuántos habitantes del Norte mueren por año, por mes, por día o por hora a consecuencia de las bombas arrojadas por el Sur? El Norte gana en las estadísticas, por supuesto, aunque se las manipule mucho.
¿Y qué nos daría la medición de la soberbia? ¿Cuántos ciudadanos de los países ricos usan ropas tradicionales de las culturas del Sur? O, como contrapartida, ¿cuántas personas pobres del Sur se tiñen el cabello de rubio para parecerse a los triunfadores del Norte? Estos últimos, nos dirían las estadísticas, ganan en la imposición de modas y gustos.
Pero, si observamos detenidamente las mediciones de que hoy en día es víctima el Sur, en seguida se descubre la falacia: esa manía no es siempre objetiva, veraz, neutra (al contrario, casi nunca lo es). Como se dijo más arriba, las estadísticas encierran una suerte de mentira originaria. Se mide lo que se quiere medir y se llega a los resultados a que se quiere llegar. ¿De verdad que una medición rigurosa nos indica que el Sur es más corrupto que el Norte? ¿Es cierto que, tomado con objetividad, las democracias desarrolladas son más democráticas que las del Sur? ¿Qué índice veraz puede decirnos que el Sur es más violento?
Como dijo Galeano, no hay dudas de que «el mundo está patas arriba». El Norte bombardea primero y luego vende las prótesis para los que sobrevivieron y quedaron discapacitados. ¿Qué estadística lo refleja?
¿No es bochornoso que, cual entomólogo con su insecto disecado en la mesa de experimentos, los poderes del Norte pretendan medir la corrupción o la democracia o el compromiso en el combate al hampa que hay en el Sur? ¿Y qué pasa si fuéramos realmente rigurosos con las estadísticas? ¿Dónde están la corrupción y el hampa? ¿En el Sur? ¿Solo en el Sur? Los resultados que arrojan estos estudios lamentablemente ratifican que las estadísticas muchas veces son ese tercer tipo de mentiras mencionadas.
¿Por qué no proponemos que en la medición de desarrollo humano que año con año realiza Naciones Unidas se agregue también, entre otros, un índice de agresividad o uno de impunidad? ¿Por qué no medir la falta de solidaridad a través de algún índice estadístico? ¿Qué pasaría si el insecto medido bajo la lupa fueran los poderes del Norte y la cultura que han generado? Sin duda serían esos mismos poderes los primeros en acusar de tendenciosas a las estadísticas. Y las estadísticas, en definitiva, no son sino números. La medición, por tanto, no es un simple hecho aritmético: es también, y quizá antes que nada, un hecho ideológico.
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