Para empezar con esta discusión, si es que alguien más se anima, escribo estas líneas sobre la vida laboral de una maestra joven, Sofía (nombre ficticio), quien tuvo la amabilidad de contarme algunas de sus actividades y experiencias dentro del sistema educativo nacional.
Sofía es una profesora de educación primaria en un establecimiento privado de la capital. El suyo no es de los de mayor renombre en el país ni de los más pequeños, sino está entre, digamos, los de clase media media. Imparte clases en varios grados, de segundo a sexto, y es la maestra guía de una sección de las nueve que atiende diariamente, con unos tres períodos libres a la semana.
Cuando pregunto sobre sus actividades diarias, Sofía dice que su día empieza a las cuatro de la mañana y termina entre las once y doce de la noche. Sale de su casa un poco antes de las cinco y media de la mañana para estar a las seis en punto en el colegio, pues entre sus atribuciones está cuidar a los niños que van a dejar a esa hora al establecimiento, cuyo día escolar empieza a las siete en punto. Menos mal, enfatiza, vive cerca y una compañera pasa por ella en su vehículo para que ambas lleguen a tiempo.
Después de clases (sale a las tres de la tarde), Sofía prefiere quedarse un rato más en el colegio para no llevar tanto trabajo a su casa. Entre preparar clases, planificar y calificar se tarda entre tres o cuatro horas diarias, incluyendo los fines de semana.
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Por supuesto, nunca le pagan horas extras. Es más: esta parte del trabajo, dice Sofía con una expresión que va entre el disgusto y la resignación, es la que no le gusta. Nunca le pagan su salario completo. Me explica que, cuando la contrataron, le pintaron «el sueldo bonito» y no le indicaron que le descontarían por cada actividad que no cumpliera, pero que dichas tareas, aunque quiera, no las puede ni planificar ni cumplir a cabalidad, pues son producto de decisiones arbitrarias de sus superiores, por lo que las maestras nunca saben en realidad por qué les descuentan. Ella nunca firmó un contrato, no tiene copia de ningún papel que garantice algo de su trabajo y, cuando los ha pedido, siempre le ponen excusas y no le han dado nada. Aunque paga el IGSS, nunca dan permiso para asistir a las consultas. Y del Irtra solo tiene la promesa porque nunca le han dado el carnet.
Me comenta que una o dos veces al año tienen capacitaciones internas, usualmente a fin de año, pero que en sus más de cinco años de trabajo solo ha tenido una capacitación por parte del Ministerio de Educación. Ella, para mantenerse actualizada, y con el deseo de mejorar su situación económica, estudia los sábados un profesorado en la universidad.
Sofía me indica que luego de su jornada laboral regresa a su casa para realizar las labores domésticas, cuidar a sus dos hijos pequeños y preparar lo que le haya quedado pendiente del trabajo y de sus cursos de la universidad. Otras de sus compañeras, agrega, no tienen la misma suerte que ella. Deben trabajar por las tardes, sobre todo dando tutorías hasta las siete de la noche. Otras venden productos de belleza y del hogar por catálogo, material didáctico, tarjetas para cumpleaños y útiles escolares para nivelar el presupuesto.
Estas son, a grandes rasgos, las actividades de una maestra de clase media, de primaria, en la capital. ¿Dinero para comprar libros? De vez en cuando y, sobre todo, fotocopias o PDF para los cursos en la universidad. ¿Tiempo para leer? Casi nada. Solo de madrugada. ¿Capacitaciones? Menos.
Eso sí, finaliza Sofía satisfecha: le gusta su profesión, la disfruta. De 30 maestras que conoce, tal vez 2 muestren algunas deficiencias. ¿Por qué?, pregunto. No tienen paciencia o no saben cómo enseñar, puntualiza.
Saquemos nuestras conclusiones.
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