Rescatar este detalle fue obra de Liza Kerr, una profesora de Derecho estadounidense que de forma fantástica halló las letras de Rorty y las publicó en Twitter. Sobre este tema, Jennifer Senior escribió una nota en el New York Times que usted puede leer aquí.
No voy a repetir los argumentos del artículo. Solamente voy a parafrasear indirectamente los argumentos clave del filósofo antifilósofo Rorty dichos en el lejano 1998: la fragmentación de la izquierda y la victoria del hombre fuerte serán producto de la decisión política directa de una clase obrera ante la imposibilidad de que el sistema voltee a verla. Esa prolongada situación (y aquí es donde meto la cuchara) en la cual el discurso obrero no fue capaz de ser institucionalizado por el Partido Demócrata terminó por generar el crac del sistema. Hay que recordar que, excepto con la administración de Roosevelt, el Partido Demócrata excluyó la vertiente obrera de sus tribus internas. El partido terminó siendo secuestrado por las élites intelectuales de la costa este, sin capacidad de interconexión con una base urbana blanca no intelectual. Así las cosas, la necesidad de democratizar el acceso al capital se tornó una falsa esperanza en la retórica antipolítica y antisistémica de un outsider. Y ojo porque hay algo más grave pero interesante: en términos específicos, la victoria de Trump nos ha probado a los politólogos que incluso una democracia bien institucionalizada puede recurrir al contexto del autoritarismo competitivo. «No me importa cómo, pero que resuelva». «No me importa que transgreda las reglas de lo permitido si promete gobernar para el hombre común». «No me importa si debo sacrificar libertades y narrativas políticas base si me da acceso al pastel de riqueza».
El problema es, precisamente, el sacrificio que está implícito. Se va tejiendo en el interior de los Estados Unidos republicanos un argumento con relación a que la política de la identidad es un instrumento de las élites liberales demócratas, que han mantenido el sistema económico limitado en su acceso. Entonces, el rechazo al político profesional es también un rechazo a las narrativas formadas en los últimos 40 años. Dígase concretamente multiculturalismo, política de cuotas, política con base en el género, identidades alternativas, etc. Para el obrero marginado, perder estas conquistas no es un dolor grave si una derecha xenófoba estatista le devuelve la experiencia de las grandes empresas subsidiadas por el Estado. O simplemente la dignidad.
Pero resulta que se suman a esto los grupos de supremacía blanca (y no me refiero al KKK, sino a todos los tanques de pensamiento que articulan el discurso de la alt-right) ante la percepción de que la cárcel narrativa del discurso políticamente correcto ahora pierde fuerza. Porque, en efecto, el juego de la política de identidad no impone identidades concretas, sino las reconoce. Y en una democracia consolidada se construyen políticas públicas para institucionalizar las demandas específicas y proteger derechos, lo cual obliga lógicamente a limitar lo que digo y cómo lo digo. Pues parece que el sector obrero y la alta derecha se unen, por razones diferentes, contra un mismo objetivo. ¿Sorprende? Sorprende que no haya pasado antes. Los demócratas de los últimos 30 años, creyentes en el neoliberalismo pero amantes de la identity politics, estaban jugando con una contradicción insostenible.
Prueba de ello son los ya incontables actos de incitación al odio y al racismo que han tenido lugar en Estados Unidos. Hace menos de dos días se hizo público un video en el cual asistentes a un evento del National Policy Institute (un tanque de pensamiento que vende las ideas de la superioridad civilizatoria del Occidente blanco) realizaban con total libertad el saludo nazi mientras coreaban el nombre de Trump.
Habrá que ver si el Partido Demócrata puede abrirle cancha al reclamo obrero o si se han dado las condiciones para la creación (por fin) de un partido obrero en Estados Unidos que pueda articular también el discurso de libertades civiles y de la América posracial. Las élites del Partido Demócrata fallaron. Se quedaron en la torre de marfil, alejadas del hombre pequeño que hace trabajos manuales. Son vistas como élites egoístas, autoindulgentes incluso, cuando en realidad tienen mucho más en común con aquellos que son enfrentados constantemente por políticos como Trump. En suma, la narrativa de abrazar la política de identidad para desplazar al trabajador de cuello azul es una narración falsa, pero es construida por las élites para dividir y conquistar. Y Trump supo hacerlo. Pudo hacer lo que Barry Goldwater, el candidato republicano abiertamente racista y simpatizante del KKK, no pudo hacer en los años 1960: disfrazó el racismo subyacente en un reclamo del desempleo y en sentido común.
Esto es grave, pero puede resultar útil si a mediano plazo Estados Unidos por fin es capaz de encontrar sus propias contradicciones. Esto no habría sido posible con la victoria de Hillary Clinton, dicho sea de paso. Clinton habría maquillado las prácticas de fuerza en su política exterior con un discurso de tolerancia interna. Esto habría sido un respirador para tal statu quo. Quizá ahora, cuando los mecanismos tanto externos como internos se presentan como autoritarios, se genere la reacción necesaria.
¿Bastará con la resistencia ciudadana?
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