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Primero Dios llegamos

Llegamos a la ciudad de madrugada, violando todas las advertencias que las personas prudentes y también las imprudentes nos hicieron antes de salir de la capital.
La Democracia. Tiene gracia. Hasta en la ironía del nombre del pueblo en el que querían lincharnos se puede descubrir de modo indirecto al menos una parte, quizá una de las más sórdidas y preocupantes y desaforadas, del espíritu de mi país.
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Primero Dios llegamos

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Al final fue un viaje de locos: un pinchazo, un derrumbe, un accidente, casi un linchamiento, y todo el mundo –yo también- brincándose las reglas. De nada sirvió tanto preparativo. Llevaba mucho tiempo pensando en este viaje. Durante meses me metí una y otra vez a internet a buscar información del sitio y la fui pegando, muy meticuloso, en una hoja de Word para más tarde analizarla y casi memorizarla. Laguna Brava. Huehuetenango.

Me hacía ilusión saber que de allí no hay casi fotos. La gente tiene costumbre de fotografiarlo todo y subirlo enseguida a internet. Si no las hay, es porque seguramente es difícil llegar. Esa idea me hacía sentir más entusiasmo. Era muy probable que una vez allí pudiera desconectarme del mundo.

Era tarde ya cuando salimos ese viernes, los cuatro amigos, tras unos contratiempos algo tontos. Unos se retrasaron en el trabajo, y a mí se me había olvidado sacar efectivo. Andaba preocupado. Un día antes había tenido una crisis de amebas que me había hecho fiesta el estómago y no sabía cómo aguantaría un viaje tan largo. Pero igual, unos bichos desgraciados no iban a echarme a perder el fin de semana. Paramos en el súper, compramos unas cuantas cosas, agua, comida, y a las siete de la noche habíamos puesto rumbo a Laguna Brava.

Yo manejaba. Cuando manejo me preocupa sobre todo el tiempo, o sea, el clima. Con los años he aprendido que en Guatemala la lluvia puede ser un factor determinante. Si viajas en estas fechas a la costa sur, por ejemplo, no es raro que por la tarde te encuentres con el diluvio universal versión chapina. La lluvia puede ser tan densa que incluso con los parabrisas a tope es muy posible que solo veas blanco para todos lados. Y asusta.

Lo malo es que te tenés que tragar el susto y continuar a ciegas o pararte, con las luces de emergencia, rezando para que un bus o una camioneta no te pasen por encima por haber dejado la mitad del carro sobre la calzada. Yo a veces he llegado a pensar que los guatemaltecos sólo nos sentimos vivos en el sobresalto, y que esos recodos o esos hombros amplios que se ven en las carreteras de otros países son para gentes más septentrionales.

1.

Era de noche y en la ruta interamericana no llovía, pero se intuía que el agua podría no estar lejos. Diego, sentado en el lugar del copiloto, había arrimado su asiento al windshield y escudriñaba esa oscuridad maciza que casi siempre se adueña de las carreteras nacionales. A ratos goteaba un poco. Lo sabíamos porque el agua negra se deslizaba en hilos sobre el cristal pero sobre todo porque oíamos los golpecitos secos, ploc ploc ploc, el ruido ominoso de las gotas en la carrocería. A mí me angustiaba: sentía un vacío en el estómago y me imaginaba unos kilómetros más adelante flotando en un lago de lodo. Yo sé que en Guatemala el apocalipsis está programado para estas fechas. Hace poco más de un año fue Ágata, por ejemplo. Y recuerdo que un par de semanas atrás, en EE.UU., un viejito se gastó todos sus ahorros para avisar del fin del mundo. ¿Qué tal si sólo se había equivocado por unos días?

Ahora, mientras conducía, ya podían verse los primeros signos milenaristas a un lado y a otro de la carretera, y a veces enfrente: derrumbes gigantescos, inabarcables, obscenos.

En el auto, todos mudos. Apenas la música que sonaba en el radio y de cuando en cuando Diego, pegado al windshield, adivinando la dirección de una carretera sin línea divisoria, que decía “izquierda”, “curva”, “derecha”.

En el kilómetro 190 pasó lo que pasa en las películas malas: que la rueda se revienta en medio de la nada. Y en medio de la nada, por casualidad, hay un pinchazo. Y está cerrado.

Nos bajamos todos. Eswin y yo nos tiramos al suelo a cambiar la rueda. Diego documentaba la broma. Asier observaba, no sé si divertido o nervioso o sedado.

 

Cuando terminábamos, uno de nosotros recibió una llamada. Era un amigo de Huehuetenango que nos advertía de que veinticinco kilómetros más adelante había un derrumbe y que los dos carriles de la carretera estaban bloqueados. Asier sacó las manos de las bolsas del suéter y discutimos sobre las opciones que teníamos. El viaje comenzaba a convertirse en una radiografía espiritual de este país y no queríamos perdérnoslo. Avanzaríamos hasta donde pudiéramos y, si era necesario, dormiríamos en el carro hasta que despejaran la ruta.

Cuando llegamos a la cola no pude evitar una pequeña trampa de diario: me la salté y continué hasta el frente. Allí había un policía. Me acerqué y le pregunté si iba para largo.

—Unas dos horas —dijo, y luego, con todo el peso de la actoridad, agregó:— Pero vaya a hacer su cola si no quiere que le ponga una multa.

No regresé al principio. Me instalé en un espacio que había quedado libre entre dos camiones y mientras nos acomodábamos (una forma de hablar) para dormir un rato (otra forma de hablar), Diego salió a tomar algunas fotos del incidente.

 

Me pesaba el cansancio. Había manejado ya varias horas y la jornada estaba siendo larga y absurdamente dura. Antes de quedarme dormido traté de ahogar algunos pensamientos sobre la terrible fuerza de voluntad que hace falta para querer a este país y hacer todo lo posible por conocerlo, repasé mentalmente sus carreteras, sus índices de criminalidad, la desnutrición, la corrupción, recordé lo bobos que son algunos (aunque en todas partes se cuecen habas) y lo violentos que son muchos.

Salir a la calle es un poco como adentrarse en el bosque a buscar barbamarillas, lo hacés por tu cuenta y riesgo. A veces pienso que por eso la gente aquí es tan religiosa y pone todas sus esperanzas en manos de Dios o lo deja todo a la voluntad de Dios: para que haga el trabajo que los otros no hacen.  “Primero Dios, llegamos”, pensé con fe poco antes de quedarme dormido.

2.

Me desperté con el ruido de la bocina de un camión. La vía estaba despejada. Era el momento de ponernos en marcha. Arranqué el Corinto y marché tras el trailer. Conquistamos unos metros antes de darnos cuenta de que habían despejado la ruta pero aún quedaban cerca de treinta centímetros de barro que cubrían el pavimento. Menos valiente o menos desesperado que la mayoría, esperé a que el transporte pesado compactara un poco el terreno para no quedarme varado. Vi entonces a un camión deslizarse de lado al pasar por ese pedazo, y a varios vehículos de carga más después, y más tarde un carro pequeño.  Pensé: “si este puede, yo también”. El Corinto patinó como nunca y en un buen tramo del derrumbe avanzó lateralmente. No puedo decir si vivimos esos instantes con temor o con jolgorio, pero cuando salimos de la pista de patinaje nuestro único objetivo era llegar vivos al hotel que un amigo había encontrado siguiendo nuestras instrucciones: no más de Q50 por cabeza.

Tengo unos amigos que hacen investigación social que dicen que por Q100 en Huehuetenango es posible dormir en hoteles lujosos con pantallas de plasma de más de un metro de ancho y cocineros extranjeros. Pero nuestro presupuesto era el que era y a esa hora, no teníamos muchas ganas de andar buscando.

Llegamos a la ciudad de madrugada, violando todas las advertencias que las personas prudentes y también las imprudentes nos hicieron antes de salir de la capital. En los últimos meses, incluso años ya, se ha puesto la cosa muy fea, me decían. Y añadían que ni se me fuera a ocurrir viajar de la cabecera a Nentón después de las seis de la tarde. Por eso nuestra idea era llegar más o menos temprano a Huehue y pernoctar ahí.

Cuando llegamos, a las 2:30, todo estaba bastante desierto. Dimos un par de vueltas y vimos a un tipo extraño que deambulaba o esperaba. Nos acercamos a él. Tenía acento mexicano y nos dijo que lo siguiéramos hasta el centro.

El hotel, el Lerri Colonial, era uno de esos lugares que tienen baño privado y lo anuncian en un cartel metálico que sobresale junto a la entrada. Dormimos, y eso bastó. No sabría decir si descansamos.

 

Por la mañana me levanté optimista. Ya en el carro, mientras conducía y desayunaba panes con jamón, pensé, con la sonrisa tibia y un humor barato: “¿y no que los hombres no podemos hacer dos cosas a la vez pues?”. Hubiera querido que alguna de mis amigas feministas militantes estuviera allí para escucharme. Seguro que habríamos reído y peleado, un poco tontamente. Y quizá luego ella o yo habríamos dicho: “Tres cosas, si contamos la acción de pensar: pensar, comer y manejar”.

Nos detenemos en un pinchazo. El experto, falsamente contrariado, me advierte que la llanta ya no puede ser “tubular” -aún no comprendo por qué le llaman “tubular” si no tiene tubo; supongo que aquí a veces ponemos los nombres por su sonoridad-  y que debe ponerle un tubo. Por ponerle un tubo me cobra Q120. Pienso que bien dicen que los expertos cobran por lo que saben y no por lo que hacen, le entrego el resultado de la coperacha y salimos zumbando de allí.

En el camino cambiamos a música de ambiente. Era la primera vez que viajaba por la zona y quería  que me ayudara a extremar mis emociones. Esperaba ver cosas que me impresionaran, y no tardé en hacerlo. Vi montañas enormes, y quebradas y desfiladeros. Vi rocas que se levantaban casi verticalmente y alcanzaban cientos de metros. Vi a mis amigos igual de conmovidos por tanta belleza, vi cómo se sorprendían conmigo, cómo se decían “mirá eso”, “ala gran”, “tomale foto”. Me imaginé en la laguna, preparando la acampada, los nervios de la carpa ya armados, la estufa lista para cocinar el almuerzo, las botas de montaña humedecidas con el rocío de la grama. Y entonces vi también un pickup azul, a menos de cincuenta metros, que trató de hacer un giro en U, a cuarenta metros, que no pudo virar lo suficiente, a treinta metros, que frenó en seco para no atropellar a una mujer en el arcén, a quince metros, que se quedó atravesado a mitad de mi carril, a cinco metros, que no pude esquivar.

 

—¡Alagranputa! Sos un imbécil —le informé, a cero metros, al imbécil que manejaba el pickup—. Cómo te atravesás así, bestia. Mirá mi carro. Mirá cómo me dejaste el carro —Miramos mi carro. Mostraba los intestinos como uno puede mostrar los dientes con sólo levantar el labio. La lodera y el capó estaban completamente arrugados—. ¡Me lo hiciste mierda!

Me pareció que en la palangana de su pickup cargaba leños, palos (Me dijeron luego que sólo uno había salido volando con el golpe y había caído cerca de la mujer casi atropellada). El vehículo estaba intacto. Él, inmutable, me observaba con serenidad, como quien sabe que allí no iba a pasar nada, como quien tiene la certeza de que allí no iba a pasar nada.

Yo, todo lo contrario, ya estaba ideando la frase más elegante con la que ofrecerle cuentazos. Me contuve pensando que estábamos en campo contrario y que tal vez la policía, si llegaba, zanjaría el asunto. Y lo zanjó. La patrulla apareció después de una hora con algunos agentes desganados. Hicieron una investigación expedita: preguntaron qué había pasado, dieron unas vueltas, interrogaron a un bolito, a una mujer y a algunos otros testigos, me revisaron la licencia y la tarjeta de circulación, y cuando se la solicitaron al imbécil del pickup, él repuso con gran tranquilidad: “aquí nadie anda licencia”.

Debo admitir que canté victoria. Por dentro dije: “Ahora sí, que jodan a este cabrón”. Por menos que eso, en los países de verdad, al menos la gente pide disculpas. Absorto en la discusión no reparé en que un personaje nuevo había entrado en escena. Vi que hablaba con uno de mis amigos, vi que era un hombre de sombrero con toda la pinta de ex patrullero de autodefensa civil, vi también que tenía un leño entre las manos y lo agitaba y era tan feliz con él y se sentía tan superior como los monos de 2001: A space Odissey. Y oí que le dijo a mi amigo que iba “a llamar a la mara”. Era, a estas alturas, la primera amenaza.

No se habían comenzado a acumular todavía los sombreros con palos –armas contundentes, dirían los policías- cuando se acercó a mí, con un consejo, el agente que parecía de mayor rango y que mejor controlaba la situación.

“Mire”, me dijo con menos camaradería que ganas de no meterse en problemas, “ustedes son periodistas y saben cómo es esta gente.”

Lo miré.

“Lo mejor es que se retiren del lugar por su seguridad porque aquí a nosotros nos han sacado a piedras y palos.”

Miré su uniforme, y su arma, y pensé en cómo en la capital nos cagamos cada vez que una patrulla se nos acerca por la noche, y en que ese policía que gana 3 mil pesos o no sé cuánto no puede tener vocación y debe valorar bastante su vida, y más tarde pensé en la ley y el orden, y en la legitimidad del Estado, en la densidad del Estado, como dice el PNUD, y en el poder del pueblo, o de las masas, o de las muchedumbres. Y también en el de los simios armados con un hueso. Cualquiera con un arma se cree alguien.

Pensé entonces en la vulnerabilidad de todos nosotros. Y miré a mis amigos y cerca de ellos oí a otro sombrerudo que había llegado en pickup y que gritaba que iría a buscar a más gente al pueblo de al lado para defender al imbécil de la camisa a rayas.

No sé cuántos linchamientos ha habido ya este año, creo que nadie lleva las estadísticas, pero no quiero ser parte de uno. Además, cargado de palos, el pickup era suficiente para abastecer a un ejército de lugareños enajenados. Me dio miedo.

Asier, Diego, Eswin y yo acordamos huir de allí. El problema seguía siendo el mismo. El policía me había dicho “váyanse” y yo le había dicho “¿cómo? El radiador ya no sirve. Voy a fundir el motor.” Se ofrecieron a darnos jalón. Diego tenía un lazo. No sé por qué Diego tenía un lazo, pero tenía un lazo. El bolito fue el único que le atinó a cómo poner el lazo. Tal vez esa es su función y por eso está allí: para arreglar los problemas que causa el hombre del pickup azul.

La patrulla nos arrastró a un lugar que según nos dijeron era seguro. Cuando nos dimos cuenta de dónde estábamos probablemente alguno de nosotros sintió incredulidad. Nos dejaron encargados en un destacamento, entre soldados. Estoy seguro de que alguno de nosotros repitió con ironía, para sí mismo, las palabras del oficial: “ustedes son periodistas y saben cómo es esta gente”. Pocos días antes los Zetas habían destazado a 29 personas en una finca de Petén y hay sospechas de que entre esos Zetas se contaban kaibiles guatemaltecos, militares de élite guatemaltecos. “Ustedes son periodistas y saben cómo es esta gente”.

En realidad, nos trataron bien.

3.

De regreso, Eswin grabó un video. En la imagen aparece Asier al volante del Corinto mientras Eswin dice que es la primera vez que Asier maneja un vehículo.

—¿Cómo te sentís, Asier?

—Ah, qué gusto. A los 27 años por primera vez sentirme un hombre.

—Y estás en Huehuetenango. ¿No sos un poco atrevido?

—De hecho creo que me está saliendo más pelo en el pecho.

—¿Y qué tal el paisaje?

Asier toma el timón con una sola mano y apoya el brazo izquierdo en la ventana, mientras echa un vistazo a la calle:

—Pues muy bien. Yo puedo hacer como en esas películas antiguas en las que se puede conducir sin mirar a la carretera todo el rato —Asier mira a su copiloto durante dos segundos, y después se gira y mira para atrás.

—¡Pero tené cuidado! —advierte Eswin.

Asier suelta las manos del volante y las levanta y dice varias cosas y después saca la cabeza por la ventana y grita un insulto a un conductor imaginario.

—Hay que insultar cuando conduces. Eso… eso es así.

Asier sonríe, pero Eswin se mata de la risa. Tiene la cosa un aire de pantomima.

“Bien, bien, bien. Todo fuera muy bien”, dice Eswin mientras deja de grabar a Asier para enfocar al frente,  a través del mismo windshield por el que al principio del viaje no se veía nada, y mostrar el capó arrugado del Corinto y la cabina con luces de una camioneta. “Y creo”, termina Eswin, “que te creyeran en tu país si no fuera porque vamos en una grúa”.

4.

Toda aventura tiene sus riesgos, siempre lo he sabido, y lo importante es estar dispuesto a afrontarlos y en el peor de los casos pagar el precio si algo sale mal. Esta vez no nos fue tan bien, aunque pudo haber sido peor. Los cuatro que nos aventuramos estamos sanos y salvos. Después de superar un derrumbe, lluvia, neblina, un viaje nocturno, una rueda pinchada y hasta un accidente, logramos salir vivos de un grupo de pobladores de La Democracia dispuestos a agredirnos para no asumir la responsabilidad de manejar sin licencia.

La Democracia. Tiene gracia. Hasta en la ironía del nombre del pueblo en el que querían lincharnos se puede descubrir de modo indirecto al menos una parte, quizá una de las más sórdidas y preocupantes y desaforadas, del espíritu de este país.

Creo que intentaré otra vez llegar a la Laguna Brava en julio. Corregiré algunas cosas, no viajaré de noche y estaré más atento a los locos que puedan atravesarse en el camino. De allí, ese lugar casi virgen, pacífico, hermoso, de allí, casi no hay fotos. La próxima vez, primero Dios, llegamos.

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