Presidente No 8

No estoy segura si son cuatro o diez años, el tiempo que se requiere para que nos distanciemos de las pasiones, los odios y otros mejunjes, pero estoy convencida de que la evaluación hecha en lo inmediato conlleva una excesiva carga humana de  subjetividad.  Abunda en detalles, pero es incapaz de visualizar lo trascendente.

No pretendo restarle valor a estos ejercicios inmediatos, pues considero que tienen su impacto y razón de ser, pero me interesa más el contundente valor que le da la historia a sus gobernantes. 

En este juicio irrefutable de la historia son pocos los que alcanzan la gloria de su nombre, la gran mayoría se pierde en el camino, se decolora.  Vean por ejemplo.  Costa Rica ha tenido casi medio centenar de presidentes desde su independencia en 1821.  Sin embargo, solo pasaron a la historia José María Castro Madriz, fundador de la República;  don Juanito Mora, por su lucha contra los filibusteros; Calderón Guardia, por promulgar el Código de Trabajo y las Garantías Sociales; don Pepe Figueres, padre del Estado costarricense, abolió el ejército, nacionalizó la banca, aprobó el voto femenino, llevó educación y agua potable a casi todo el país, y mucho más. 

En resumen, solo un pequeño 10% de los mandatarios cobró notoriedad con el tiempo y de ellos, únicamente don Pepe fue capaz  de cambiarle el rumbo a ese país. De los otros, escasamente se recuerda su nombre o sus hazañas. Pasaron por el cargo sin pena ni gloria. No marcaron una diferencia, y aunque sería injusto decir que no hicieron nada, tampoco dejaron huella. Así de lapidaria es la historia.

El sábado pasado, Otto Pérez Molina tomó posesión como el octavo presidente de la era democrática de Guatemala.  De sus predecesores, el más relevante para la historia es sin duda, Álvaro Arzú.  El presidente que firmó la paz.  Los Acuerdos que  marcan  un antes y un después en la historia de este país.

El general Pérez Molina puede convertirse en un número, el ocho; o puede trascender, y marcar una huella.  Convertirse, tal vez, en el presidente que logre la reconciliación de un pueblo partido por el conflicto armado.  O el que elimine por fin, las brechas económicas y sociales que marcaron el origen de ese conflicto y que vergonzosamente aún sobreviven.

Su discurso de toma de poder no marcó historia, no enamoró. No solo por la falta de carisma del orador, sino porque el contenido era disperso y sin esencia. Ataques innecesarios para adversarios que ya había derrotado en las urnas, se mezclaron con temas más trascendentes como la reconciliación, y el énfasis en el respeto a los derechos humanos.  No tenía un hilo conductor, ni marcaba ningún énfasis.  La era del cambio comenzó mal.

Este presidente, el número ocho, tiene que sacar tiempo y pensar con su equipo, cuál va a ser el legado que le quiere dejar a este país. Preguntarse cómo quiere pasar a la historia, si como un número, uno más, o como aquel que marcó la diferencia, el cambio, si así le quiere llamar.