Después de meses de expectativas que acompasaron la duda de quién sería el abanderado demócrata, y con interesados análisis respecto del mandato de Donald Trump, la indiscutida carta del Partido Republicano, finalmente está acondicionado el escenario de cara a los comicios del martes 3 de noviembre, cuando se definirán los 538 escaños del Colegio Electoral de Estados Unidos, órgano encargado de escoger al gobernante.
Acordados los apoyos para Joe Biden, el resto de agosto y los meses de septiembre y octubre de este año servirán para que él y Trump se enfoquen en convencer, persuadir y manipular el voto ciudadano, acción de la cual se derivará el rumbo no solo del país más poderoso del mundo, sino del mundo mismo, pues desde ese territorio se establece el ritmo de la política y de la economía global.
Lo suscitado ha hecho destacar la disciplina y la convergencia de las distintas corrientes demócratas, las cuales, en voz de Bernie Sanders, Michelle Obama y Bill Clinton, por citar tres, mostraron que tienen claro el propósito estratégico común más allá de sus conveniencias sectarias, en tanto que el debilitado pero aún firme Trump ripostó con posturas y discursos reciclados que le han dado resultado entre sus seguidores puros y duros.
Saber quién llega a la oficina oval de la Casa Blanca recae en el Colegio Electoral, como ya apunté, y basta con 270 de los 538 sufragios de ese foro. En ese sentido, no es indispensable sumar la mayor cantidad de votos directos. En 2016, por ejemplo, Hillary Clinton cosechó más respaldo en las urnas. Sin embargo, en el colegio se quedó por debajo del número mágico, el que sí rebasó Trump. Cada estado de la unión y el distrito de Columbia disponen de una cifra en sintonía con el número de delegados que tengan en las dos cámaras del Congreso. Por hacer una comparación para comprender el entuerto, en nuestro país ocurre algo lejanamente parecido con la elección del rector de la Universidad de San Carlos de Guatemala.
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Y a propósito de Guatemala, el circo, maroma y voto en que se constituye el proceso electoral estadounidense seguramente acaparará reflectores, sufragios no, pero fanatismo sí, tal vez en la línea del clásico Barcelona-Real Madrid, que molesta a Carlos el Pescado Ruiz y a quienes consideramos que deberíamos ser como en México, es decir, primero lo nuestro. Pero, bueno, ya sabemos cómo somos y por qué estamos como estamos.
Tendremos entonces desgarre de vestiduras pro y anti el dúo presidenciable, con sus hurras o tomatazos según corresponda, aunque para nosotros el muro físico, virtual o circunstancial permanecerá incólume, ya que los migrantes irán por un sueño y volverán con una pesadilla. Y, en resumidas cuentas, en el plano político y económico no pasaremos de patio trasero, muy trasero. Y es que las relaciones bilaterales, con Trump o Biden, solo variarán en las tonalidades, nada más.
Por cierto, Estados Unidos de América se llama así porque desde la cuna se apropió de un continente que hoy cobija a 35 países soberanos asentados en cuatro regiones: norte, sur, centro y Antillas caribeñas. Identificarse como si los 50 estados y el distrito que forman Estados Unidos ocuparan todo el continente fue idea de Thomas Paine y se reforzó durante la Segunda Guerra Mundial, cuando al fragor de la conflagración los soldados estadounidenses adquirieron de facto el gentilicio americanos.
Naciones Unidas reconoce a 194 países, cada uno con una historia asociada al respectivo nombre. Guatemala, por ejemplo, viene del vocablo náhuatl Quauhtlemallan, lugar de muchos árboles. Brasil se llama así por un árbol; Colombia, por Cristóbal Colón, y México, por el náhuatl metztli, que significa Luna, y el también náhuatl xictli, ombligo. Estos y 31 más son de América, pero comparten zona geográfica con uno que alrededor del planeta es el único que toma todo al bautizarse como Estados Unidos de América. Dada esa particularidad, debemos inferir qué pensarán Trump o Biden cuando llegue el constitucional juramento presidencial.
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