Si la política y el ejercicio del poder público fueran como un laboratorio de perfumería en el que se prueban y revisan fórmulas, dejaríamos que los especialistas lo hagan todo, pues muchos preferimos los aromas naturales. Sin embargo, lo que hacen o no hacen los políticos en ejercicio público tiene mucho que ver con nuestras vidas cotidianas, por lo que saber por qué estamos como estamos quizá nos pueda ayudar a modificar algo en el corto, mediano y largo plazo. Por eso vale la pena pensar un momento en cómo y por qué tenemos cada cuatro años un cuerpo legislativo y un Ejecutivo cada vez más alejados de la resolución de los acuciantes problemas que nos afligen a la mayoría de guatemaltecos, concentrados en su enriquecimiento personal y el de sus allegados.
Para que un ciudadano pueda ser presentado en la lista de candidatos a diputado, por ejemplo, debe contar con el visto bueno de la dirigencia del partido postulante, lo que no es fácil porque el dueño de la franquicia electoral, que es en lo que se han convertido los partidos políticos, querrá su tajada. Quien se interesa por ser candidato debe aportar sumas importantes de dinero para su campaña y la del dueño de la franquicia electoral. Rápidamente entran en acción los “financistas”, esos señores que ponen desde carros hasta comida, desde camisetas hasta helicópteros, todo para que su financiado, al llegar a la función pública, les deba favores y se los pague. De allí que diputados, alcaldes, ministros y demás funcionarios tienen compromisos y negocios, por lo que el uso en beneficio propio y de los amigos de los recursos públicos se convierte en la principal, si no la única, razón por la que se disputa un cargo.
Y como este procedimiento se instaló desde que se aprobó la Ley de Partidos Políticos en 1985, ahora muchos diputados son ya sus propios financistas, siendo caciques-empresarios locales que, como el presidente de la Comisión de Finanzas y otros muchos diputados, de maestros de escuela pasaron en muy corto plazo a empresarios en variados ramos. A las élites económicas les preocupa que estos lumpen políticos se consoliden, pero como les interesa mucho más mantener sus beneficios y aquellos se desviven por lograrlo, cínicamente los critican en público pero los financian en privado, tal como se evidenció con la aprobación o no aprobación de las iniciativas de ley que este año fueron escandalosamente aprobadas o retiradas de votación.
De esa cuenta, si bien es importante y urgente que se reforme todo el aparato legal que norma los procesos y organizaciones políticas, es también urgente que la sociedad civil en cada departamento se movilice para, actuando más activamente, puedan hacer elegir a ciudadanos probos como sus diputados distritales. Si la sociedad civil de Antigua logró movilizarse para la denuncia, captura y juicio del alcalde de esa ciudad, y si los líderes de los cantones de Totonicapán han hecho lo suyo, esto evidencia que se pueden dar pasos importantes para desde abajo, desde la propia sociedad, transformar la práctica política. En ambos casos podrían hacerse auscultaciones y encuestas y, encontradas las personas idoneas, no sólo exigir a determinado partido que los nominase sino, lo más importante, que esa sociedad promoviera sus candidaturas y, de ser electos, fiscalizar paso a paso, centavo a centavo, las acciones e ingresos de sus representantes.
Está claro que al país no lo salvarán las oligarquías ni los lumpen políticos –parte ya del “capital emergente local”– pero sí es posible que lo salve una sociedad civil que, este año que termina, ha demostrado que puede ser efectiva y eficiente.
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