¿Te acuerdas de cuando te revolcabas en las olas del mar? Tengo grabada tu imagen de espaldas, acercándote al mar, entrando despacio, como buscando las olas. Luego girabas la cabeza y sonreías o reías suavemente. ¿Qué pensarías ahora, que no hemos ido al mar en meses?
1918. Nunca supe de relatos de la fiebre española por tu boca. Es posible que en la familia ni siquiera se hayan enterado de la enfermedad, pero ese año naciste. Lo dejaste todo, lo vendiste todo a tus hermanos —hombres— y llegaste a la ciudad de Guatemala. Querías estudiar en el Hospital Americano, en la zona 2, reconstruido en 1922, después de los terremotos de 1917 y 1918. Ahí se creó la primera escuela privada de enfermería. Llegaste sola. Sola también te conocí, rodeada de nosotros, tus nietos, hijos, sobrinos, vecinos y alguno que otro personaje añadido a la fauna y flora de tu casa. Te emocionaba viajar, a cualquier lado, con lo indispensable. Ibas pelando duraznos de corazón colorado: no fuera a ser que a alguno se nos ocurriera morir de inanición o de hambre. Nosotros ahora viajamos hacia adentro, Lina. En este viaje te me has aparecido tú con tus vestidos sueltos para no estrujarte los sentidos.
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Lina, Angelina. Nunca te dije así porque para nosotros eras mucho más que un nombre. He estado releyendo sobre ritos navajos y no me canso de admirar la producción de las pinturas de arena que hacen en el transcurso de un ritual de curación. Cada pintura tiene un significado. El trabajo toma días enteros. Al concluir la destruyen porque la materialización de la pintura cristaliza el proceso de curación. Después de finalizada, ya no tiene razón de ser. Es arte-metáfora. Me acordé de cuando nos sentabas a los cuatro en el sillón de tu casa a zurcir calcetines. No era tanto que quisieras que zurciéramos a la perfección como que aprendiéramos el arte del detalle: la espera.
Tu pequeña casa era un alboroto consistente. Ahora que lo pienso y entierro las pestañas en otros libros de autoras que tú no necesitaste leer, me pongo a examinar el porqué de la compulsión que tengo por mantener la casa limpia, ordenada, casi sin señales de vida humana y no humana. Hay ciertos mandatos de género que son tan difíciles de desaprender, Lina. Me acuerdo de la puerta de tu casa siempre abierta para los demás. No te buscaban solo por ser enfermera. Te buscaban porque eras tú la que sabía escucharlos con un exquisito plato de sopa de zanahoria, un caldo de gallina, unos plátanos en mole, un pollo al loroco o unos tamalitos de elote tierno. Nuestro mundo no se sostendría sin el trabajo de cuidado de millones de Linas. Actualmente, las mujeres están en primera línea de la respuesta a la pandemia de la covid-19. Según datos de la ONU, en abril de 2020 el 70 % de las profesionales del sector salud y social eran mujeres. ¿Cuántas trabajan en los sectores llamados esenciales durante la pandemia? ¿Cuál es su historia, qué edad tienen, con quiénes viven, por quiénes se des-viven, cómo siguen sosteniendo su trabajo, qué riesgos corren, qué comen, quiénes las llaman, a quiénes aman, por quiénes se desvelan, qué las hace reír, tienen tiempo para ellas? ¿Quiénes son sus Linas?
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La nuestra, tú, se reía viéndonos hacer guerras a guacalazos. A mi hermana y a mí nos dejaba andar descalzas y despeinadas correteando por la casa. Nos curó la varicela, las paperas, las fiebres ocasionales. Nos permitió brincar desde el techo (no hubo ni un solo fracturado), tal vez para que supiéramos que mantener el equilibrio en el vuelo no era tanto cosa de superhéroes como de práctica, de un poco de cálculo y de otro tanto de suerte.
Leía en marzo que la población navaja está perdiendo a sus abuelas y abuelos contagiados de coronavirus. Los más jóvenes están poniendo en marcha mecanismos comunitarios de protección para evitar mayores pérdidas que también los prive de siglos de conocimientos acumulados en etnomedicina, por ejemplo. Me pregunto, Lina, si habrías sobrevivido, de haber estado viva, a una pandemia semejante. Me pregunto también cómo el Estado guatemalteco puede soslayar que la vida de las abuelas y de los abuelos nos es preciada.
¿Cuál era tu secreto, Lina? Dar y sonreír en silencio, satisfecha. Respondo sin vacilaciones porque esa es mi herencia.
A mi amiga Ligia en Yucatán por la reciente pérdida de su madre en Guatemala.
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