Una de las cosas que más me ha interesado en los últimos años es el boom de las ciencias cognitivas, en especial de la neurociencia y de la psicología evolutiva, y cómo éstas han dado paso a una nueva revolución en nuestro entendimiento del ser humano comparable con la revolución copernicana y la darwiniana.
A través del trabajo de personas como Steven Pinker, Michael Shermer, V.S. Ramachandran, Paul y Patricia Churchland, Daniel Dennett, Frans de Waal y Pascal Boyer, he aprendido muchísimo sobre las formas en las que la ciencia ha comenzado a esclarecer asuntos que hasta hace sólo unas décadas estaban envueltas en total misterio. No era que fueran cosas que rebasaran los límites de nuestro entendimiento, sino que simplemente no teníamos la tecnología necesaria para investigarlas apropiadamente.
Gracias a máquinas sofisticadas como el fMRI, que son capaces de detectar y mapear la actividad cerebral hasta el nivel neuronal, podemos hablar con más conocimiento sobre el libre albedrío, el “problema difícil” de la consciencia, explicaciones naturales de la moralidad, la memoria, el aprendizaje, los orígenes de la religión y la formación de creencias en general.
Relacionado con esto último solemos creer, por ejemplo, que nos formamos una idea de cómo funciona el mundo porque nos tomamos el tiempo para observarlo detenidamente y luego nos esforzamos por comprenderlo. Pero las evidencias obtenidas por las ciencias cognitivas nos sugieren algo muy diferente. Simplemente creemos primero y luego hacemos que el mundo se adapte a nuestras creencias. Nuestra naturaleza no se resume en “ver para creer”, sino todo lo contrario: creemos primero y luego vemos.
Para mí, esta realidad se manifiesta claramente en dos áreas muy importantes de la existencia humana, pero que de alguna manera nos hemos convencido de que es mejor no hablar para evitar problemas o herir susceptibilidades: la política y la religión. Curiosamente, dos formas de pensamiento a las que arribamos de maneras muy parecidas: por costumbres y tradiciones familiares, incluso con diferentes niveles de adoctrinamiento. El resultado es que en lugar de que exista un sano debate de ideas que nos lleve a desechar aquellas que son malas o que no encajan en la realidad, estas se vuelvan cada vez más rígidas y se enraícen más profundamente en las mentes de las personas. Resulta cierto lo que dijo alguna vez Albert Einstein: es más fácil destruir un átomo que un prejuicio.
Personalmente, no me logro identificar plenamente con una sola postura política, pero he encontrado algo de valor en las opiniones de personas tanto de derecha como de izquierda. Y aunque difieran en casi todos los puntos importantes, hay algo en lo que todos parecen estar de acuerdo: están totalmente convencidos de que la evidencia confirma de manera arrolladora su propia postura. Como mencioné antes, la ciencia nos está ayudando a comprender por qué.
En 2004—un año electoral en Estados Unidos—un grupo de neurocientíficos sometió a un experimento a 30 personas. Una mitad se autodenominó “muy republicana” y la otra mitad “muy demócrata”. Mientras su cerebro estaba siendo escaneado por una máquina de fMRI, se les pidió que evaluaran declaraciones hechas por George W. Bush y John Kerry en los que claramente caían en inconsistencias y se contradecían a ellos mismos. Al final, los republicanos fueron tan críticos de Kerry como los demócratas fueron de Bush, pero fueron mucho más permisivos con su propio candidato. Hasta aquí no hay ninguna sorpresa, esto era de esperarse.
Los resultados del fMRI, sin embargo, fueron bastante interesantes e inquietantes. La parte del cerebro que generalmente se activa durante el razonamiento—la corteza dorsolateral prefrontal—permaneció inactiva. Las áreas con más actividad fueron la corteza orbitofrontal, involucrada en el procesamiento de emociones; la corteza del cíngulo anterior, asociada con la resolución de conflictos, la empatía, y las emociones; la corteza del cíngulo posterior, asociada con la elaboración de juicios morales; y una vez que una decisión fue tomada, el cuerpo estriado ventral, asociado con las sensaciones de recompensa y de placer.
Como lo resume Drew Westen, el psicólogo que lideró el estudio: “No observamos ningún incremento en la actividad de las áreas del cerebro que normalmente se involucran en el razonamiento. Lo que vimos, en cambio, fue la activación de varias redes neuronales con circuitos que aparentemente se involucran en la regulación de emociones, y circuitos que sabemos que se involucran en la resolución de conflictos.” Todo parece indicar que los adeptos a una postura política le dan vueltas a la evidencia hasta que encaja con su forma de ver las cosas y luego reciben una especie de high de dopamina que sirve para reforzarlas.
Estos resultados me parecen interesantes porque van en contra de nuestras intuiciones y percepciones sobre nosotros mismos y de nuestro sentido común; me parecen inquietantes porque aparentemente el cableado de nuestro cerebro ha sido seleccionado lenta y naturalmente durante millones de años para hacer que nos engañemos a nosotros mismos con nuestras propias creencias. El genio maligno cartesiano, reloaded.
Por supuesto, estos nuevos conocimientos no refutan la validez de una postura política. Comprender por qué creemos las cosas no basta para invalidar una creencia. Tampoco son una invitación a ser apáticos. Pero sí deben de sacudirnos un poco el tapete e inspirarnos a salir de nuestra zona de comodidad, dudar de las autoridades, ampliar nuestros horizontes y consultar diversas fuentes, no sólo aquellas que confirman nuestras creencias. En fin, a ser más escépticos y a exigir más evidencia antes de comprometernos con las creencias de socialistas, conservadores, objetivistas, comunistas, anarquistas o libertarios. Como deberíamos de ser con todo, en realidad.
De lo contrario, me temo que estamos destinados a ser siempre como pensaba David Hume: esclavos de nuestras pasiones. Dicho de forma menos poética: pinches fanáticos hablando babosadas.
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