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Por sus actos lo conocerás

"Son (militares) progresistas que crecieron con las manos manchadas de sangre, aunque no tenemos información directa que sugiera que el Coronel Pérez haya estado involucrado, personalmente, en actividades de esta naturaleza. Al mismo tiempo, no se puede decir con autoridad que este grupo de oficiales progresistas no sigue influenciado por su pasado". Archivo de EE.UU.
Es difícil saber qué piensa Otto, el hombre del semblante impávido, de la mirada inerte. Más cuando unos lo consideran una especie de Juan Manuel Santos, una especie de traidor a los de su estirpe, al espíritu de cuerpo, o a sus aliados tácticos, como algunos podrían ver la reducción del ejército y sus batallitas con el sector privado. Pero él se empeña en mirarse en el espejo de Uribe.
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Por sus actos lo conocerás

Historia completa Temas clave

Hace cuatro años, el 28 de septiembre de 2007, un grupo de periodistas de elPeriódico, para el que yo trabajaba, desayunó con parte del Partido Patriota en el hotel Holiday Inn de la zona 10. La reunión y nuestras preguntas duraron varias horas, pero cuando Otto Pérez Molina se levantó de la mesa, dándola por terminada, probablemente ninguno sabía que las preguntas aún no habían concluido. Lo supimos unos minutos después todos los periodistas, con estupefacción, cuando pisamos la recepción del hotel.

En las escaleras, media docena de colegas esperaban al candidato para darle una noticia de último momento (o quizá ya la sabía): hacía apenas un rato que su amigo, el ex oficial de inteligencia Giovanni Pacay Paredes, con el que había trabajado en la D-2, había sido tiroteado en su oficina, y se le daba por muerto. Otto Pérez respondió a las preguntas sin mostrar miedo ni estupor ni piedad ni pena en el rostro, y después se marchó. Según nos dijeron, iba a otra reunión.

En aquel momento comprendí lo que había percibido la primera vez que lo tuve enfrente y le pregunté, con impertinencia o ingenuidad, si había matado: Otto Pérez Molina es, como se suele decir, un tipo inescrutable. Si sentía en aquel instante rabia o temor o lástima, no lo reflejaba su expresión. Si sentía la necesidad de reventar de un puñetazo una pared, su gesto anodino, sus respuestas mecánicamente emitidas, su tono de voz inconmovible, casi como si le fuera algo ajeno, lejano, no permitían entreverlo. Introvertido, poco expresivo y analítico, nadie que no lo conociera bien podría decir si sentía algo, aunque todos podíamos suponerlo. O tal vez no. Como militar en tiempos de guerra, la muerte siempre ha rondado los alrededores.

No recuerdo bien si fue de pie sobre las escaleras o unas horas más tarde cuando el Patriota sugirió por primera vez que se trataba de un asesinato político ordenado por una Unidad Nacional de la Esperanza dirigida por el narcotráfico, pero al oírlo todos supimos que aquella sería una campaña llena de saña, de revancha, de animadversión.

En las esferas cercanas al ejército en los que el candidato pasó la mayor parte de su vida, lo describen como un hombre que guarda distancia. “No veo a Otto haciendo amigos con facilidad”, dice alguien que cree conocerle bien. Sus amistades las tiene contadas, un círculo cerrado. No se acerca por casualidad. “Si te busca, es por algo”, dice la fuente. Califica capacidades en los demás, y actúa y mueve sus piezas conforme a esa calificación. Respeta jerarquías. Es un buen soldado.

Otto Pérez se forjó en el ejército y allí hay que buscarle, en buena medida, explicaciones. De ese pasado se pueden exhumar su aire distante y su recelo y su cálculo; en buena medida su círculo de lealtades y también su cauda de odios y antagonistas; y los actos que lo definen.

Escena I. Acto I.

El 1 de junio de 1993, una semana después de que el presidente Jorge Serrano Elías disolviera el Congreso y la Corte Suprema de Justicia y propiciara un golpe de Estado, el coronel Otto Pérez Molina, director de Inteligencia del ejército, se reunió a las siete de la mañana en su oficina con los siete jefes de la unidad de inteligencia, según el libro Imponiendo la democracia, de Rachel McCleary. Muchos de ellos, relata, sabían que sus oficiales subordinados no estaban de acuerdo con Serrano y se encontraban descontentos con un alto mando que, compuesto por Juan Domingo García Samayoa, Roberto Perussina y Francisco Ortega Menaldo, apoyaba el golpe (inspirado en lo que hizo Fujimori en Perú) o estaba a la espera de ver qué pasaba.

Tras consultar a los oficiales, Pérez decidió que Serrano debía renunciar de inmediato y con él su vicepresidente, Gustavo Espina Salguero, y envió a sus hombres a controlar las entradas del Palacio Nacional y la central de radio de la Policía Nacional. Serrano, entonces, habló de que los militares le estaban dando un golpe y cuando los subalternos de Otto Pérez le impidieron a las activistas Rigoberta Menchú y Nineth Montenegro acceder al Ministro de la Defensa para presentar un documento del Foro Multisectorial Social que pedía que Serrano anulara su decisión, la premio Nobel ya calificaba también los movimientos del director de Inteligencia como un golpe de Estado militar.

No ocurriría lo mismo con otros sectores. El sector privado organizado, la Iglesia católica, los partidos políticos y algunos otros grupos sí lograron el permiso de Pérez Molina para negociar con el Ministro de la Defensa y más tarde, según McCleary, le agradecerían haberle encontrado a la crisis una salida en la que el ejército se sometiera al poder civil.

En ese momento, Otto Pérez Molina se pasó, según el investigador y ex ministro Edgar Gutiérrez, “abiertamente al bando de la Instancia Nacional de Consenso, donde fueron clave Dionisio Gutiérrez y José Rubén Zamora”, y más que en ningún otro instante de su carrera, logró afianzar un conjunto de relaciones que en adelante resultarían esenciales para sus aspiraciones políticas y una imagen de defensor de la democracia, según la interpretación preponderante de la prensa conservadora y liberal. Para muchos, en él se materializaba la imagen venidera de unas nuevas fuerzas armadas. Ahí comenzó a erigirse una figura pública, política, cuyas imperfecciones terminaría de pulir tres años más tarde durante el Gobierno de Álvaro Arzú al convertirse en el general del ejército que “por su aura y liderazgo”, señala Edgar Gutiérrez, firmó los Acuerdos de Paz.

Pero también ahí se fraguó –o terminó de fraguarse, según otras versiones- una rivalidad que ayuda tanto a delinear la figura de Otto Pérez como a esbozar décadas de lucha de poder en el ejército; un antagonismo casi legendario con el que una vez fue su protector y el de su entera promoción; una enemistad con una figura misteriosa y sórdida que desde entonces ha sido convertida en cierto modo en el epítome del mal, la condensación de la capacidad de conspirar, uno de los administradores del lado oscuro; en una especie de Lex Luthor o si acaso Darth Vader que es capaz de controlar ab-so-lu-ta-men-te-to-do: desde las sombras, lo que sucede en los bajos fondos y en las altas esferas, lo que tiene que ver con contrabando y con tráfico de drogas y con nombramientos de Gobierno, en la administración de Serrano, y más que en ninguna, en la de Portillo, y otro tanto en la de Colom; alguien que precedió a Pérez Molina en la sádica dirección de Inteligencia (D-2) en la que durante la guerra, por medio de espionajes e informantes, decidía quién debía ser asesinado por subversivo o enemigo: el general Francisco Ortega Menaldo.

Cuando Otto Pérez facilitó la caída de Serrano y Espina, Ortega Menaldo preveía lo que podía suponer el movimiento de su subalterno: estaba zarandeando la jerarquía, y los frutos más antiguos podrían desprenderse del árbol. No se equivocaba: cuando el Congreso designó como presidente de la República al Procurador de los Derechos Humanos, Ramiro de León, Ortega fue enviado a la congeladora: a Washington DC, a la Junta Interamericana de la Defensa en la Organización de Estados Americanos. Pérez Molina ocupó su cargo como jefe del Estado Mayor Presidencial, y Mario Mérida, su subdirector, se puso al frente de la Dirección de Inteligencia Militar.

No está claro si en el plano personal era una traición o la natural desembocadura de una relación cada vez más ríspida, aunque antes hubieran trabajado coordinadamente por controlar las aduanas.

Hay quien sostiene, como Francisco Beltranena, uno de los civiles especializados en temas militares más próximos a Pérez, que ya desde antes los lazos entre ambos se parecían más a una soga de ahorcado que a la pita de un remolque, y que si Ortega pidió el nombramiento de Otto Pérez Molina –un clásico oficial de operaciones al frente de la Inteligencia militar– la única intención era desacreditarlo, humillarlo, ponerlo en evidencia en un área que no controlaba.

Otros aseguran, desde círculos civiles y militares, que Ortega puso a Pérez Molina en la D-2 para limpiar la mesa de infiltrados ajenos, pero Pérez Molina barrió con los de Ortega, puso a su gente de la promoción 1973 y rompió con la Cofradía.

Pérez era miembro, en cambio, del Sindicato. El general Roberto Letona Hora, también de la misma promoción y otro miembro prominente del grupo, estuvo implicado después en la red de contrabando de Moreno, añade un informe que elaboró en 2003, casi sólo con testimonios anónimos, la Washington Office for Latin America (WOLA).

Según este documento, la Cofradía era uno de los antecedentes de los poderes ocultos en Guatemala: una especie de fraternidad interna del ejército comprendida por varios miembros de la comunidad de inteligencia militar que estuvieron asociados con la delincuencia común y la corrupción administrativa en el período de la dictadura militar de Lucas García, de julio de 1978 a marzo de 1982. Según recogía el informe, sus principales dirigentes eran Manuel Callejas y Callejas, antiguo jefe de la agencia de Aduanas, y Luis Francisco Ortega Menaldo. Durante la guerra, los miembros de La Cofradía formaban parte de un grupo de militares de línea dura conocidos como los estratégicos. “Esta gente adoptó una estrategia nacional de seguridad que ‘enmarcaba el conflicto dentro de una polarización total (cien por ciento) de la población, estás con nosotros o contra nosotros’. Los civiles no eran considerados neutrales en el conflicto sino potenciales opositores. Los oficiales que hacían parte de La Cofradía simpatizaban con la línea de pensamiento de los militares taiwaneses, implementando sistemas represivos de control social y usando información de inteligencia para cometer actos brutales de violencia”.

Esta organización contrastaba, según WOLA, con otro antecedente de los poderes ocultos: el Sindicato, un grupo de militares que “abogaban por una estrategia de ‘estabilización’ y ‘pacificación’ durante la guerra, en vez de una victoria total sobre la ‘subversión’”. “A los miembros del Sindicato y a otros ‘reformistas’ dentro del ejército guatemalteco se les consideró como contrainsurgentes institucionalistas, que creían en la estrategia de pensamiento del 30/70: Que enfocaba el 70 por ciento de sus efectos en la recuperación de los refugiados de guerra por medio de proyectos de desarrollo (frijoles), y el 30 por ciento en medidas represivas (balas) contra los que el ejército veía como ‘perdidos’”. Según WOLA, el Sindicato era una red de lealtades internas que surgió de la Promoción 73 de la Escuela Politécnica, cuyos miembros desarrollaron una fidelidad que persiste durante sus carreras. La persistencia del grupo en esta promoción en particular se atribuye en buena parte al liderazgo de Otto Pérez Molina. Todos ellos eran herederos del general Héctor Gramajo. Pérez Molina, el segundo de su promoción por detrás de Letona Hora allá en el año 69, era quizás el más querido.

Escena I. Acto II.

No había cumplido aún 32 años cuando otro golpe de Estado habría de cambiarle la vida. El escritorio, los pasillos del Palacio Nacional, la cercanía a los lugares en los que se tomaban decisiones, la compañía del presidente Romeo Lucas, a cuya seguridad personal había servido desde 1978, todo eso pronto dejaría paso al lodo, al polvo, al sol, la barba agreste, la montaña, el combate, los morteros israelíes.

O no fue el golpe en realidad, sino lo que vino después de 1982. La disolución de la Junta Militar y el autonombramiento de Efraín Ríos Montt como Presidente de la República, contra el cual se sospechaba que conspiraba parte de su promoción: si bien habían visto con buenos ojos el derrocamiento de Lucas, se sentían al parecer contrariados por la intención de Ríos de mantenerse en el poder.

En un telegrama confidencial la Agencia de Inteligencia de Defensa a los Estados Unidos comunicó lo que el Archivo de Seguridad Nacional de la Universidad George Washington resume así: “dos meses después del golpe militar que le llevó al poder, el General Ríos Montt continúa fortaleciendo su posición eliminando a aquellos oficiales sospechosos de participar en conspiraciones golpistas. La promoción número 73 de la Academia Militar guatemalteca es un grupo de oficiales -muchos de los cuales llegarán a ocupar posiciones de liderazgo- particularmente coherente en su oposición a Ríos Montt. Les une el desacuerdo con la Orden General Número 10 de modificación masiva de destinos y se sospecha que conspiran contra la junta. Ríos ha ordenado el arresto e investigación de tres de sus miembros más prominentes con el objeto de intimidarles –el capitán Mario López Serrano, Roberto Enrique Letona Hora y Otto Pérez Molina- amenazándoles con hacer públicas sus corruptelas si continúan la oposición a su mandato”.

Según la investigación que había llevado a cabo Ríos Montt al enterarse de los rumores de contragolpe, cada uno de ellos había invertido $100 mil en una empresa privada; y decidió mandarlos a detener esa misma noche en sus casas. “Puesto que las evidencias eran circunstanciales en su mayor parte y puesto que Ríos creía que ya había hecho claro su punto de vista a los demás oficiales de la promoción número 73, se decidió liberar a los tres oficiales mientras se completaba una investigación de sus finanzas personales”, señalaba el telegrama. Después, los trasladó a distintas zonas militares.

Desde entonces, su enemistad con Ríos Montt, otro de los personajes más abominados de Guatemala, ha sido notoria. Otto Pérez no sólo ha renunciado públicamente a cualquier asociación con el Frente Republicano Guatemalteco, sino que abandonó el gobierno de Óscar Berger, en el que ejercía como Comisionado de Seguridad, con la excusa de que el ex presidente y el ex dictador habían tomado un café juntos, y pactado una alianza. Ríos Montt, por su parte, le vedó una posibilidad que hacía tiempo que Otto Pérez llevaba acariciando: la de ser ministro de la Defensa.

Escena I. Acto III.

Llevaba acariciándola, en concreto, desde el gobierno de Álvaro Arzú. Para un oficial que ha alcanzado la jefatura del Estado Mayor de la Presidencia es casi cuestión de inercia en la trayectoria llegar a ser ministro y tener a sus órdenes a todo el ejército. Pero Arzú tendría otros planes para Otto Pérez Molina y para las Fuerzas Armadas. Durante su gobierno, los oficiales de fuerzas de tierra fueron desplazados porque, en aras de dar una muestra de buena voluntad la URNG para la firma de la paz, Arzú no quería cerca a ningún militar que pudiera haber estado involucrado en violaciones de derechos humanos durante el conflicto armado y se rodeó de oficiales de la Fuerza Aérea y de la Marina.

Las dudas de Arzú sobre Pérez Molina eran las mismas que compartía la Agencia de Inteligencia de Defensa de Estados Unidos en un telegrama de 1994 con respecto a todo su grupo: “En general sus objetivos son democráticos y actualmente pueden ser la mejor esperanza del ejército. Al mismo tiempo, sus raíces, sobre todo del círculo más íntimo, salen del interior de las filas de la D-2 y sus antecedentes se remontan a los días más sangrientos de principios de los ochenta, cuando la D-2 perpetraba ajusticiamientos extrajudiciales. Son progresistas que crecieron con las manos manchadas de sangre, aunque no tenemos información directa que sugiera que el coronel Pérez haya estado involucrado, personalmente, en actividades de esta naturaleza. Al mismo tiempo, no se puede decir con autoridad que este grupo de oficiales progresistas no sigue influenciado por su pasado”.

En 1998, Arzú lo alejó aún más. En una decisión que tenía la firma del general Marco Tulio Espinoza, quien fue Ministro de la Defensa y jefe del EMP durante aquel gobierno, Arzú lo mandó a la Junta Interamericana de Defensa en la OEA.

En 1999, Pérez Molina era General de Brigada. También lo eran Mamerto Hernández Ponce y Miguel Ángel Calderón. Pero Arzú, presuntamente con el consejo de Espinoza, ascendió a Hernández y Calderón a General de División, un grado que por costumbre sólo ostentan dos oficiales en todo el Ejército. De esta forma, Pérez Molina quedaba rezagado en jerarquía, casi afuera del ruedo. No fue difícil. Arzú, otro personaje inescrutable, nunca quiso a Pérez Molina. Se desconoce por qué.

Por antigüedad, grado y empleo, Hernández y Calderón debieron ser ministros. Sin embargo, no estaba escrito en piedra y un presidente podía elegir como ministro a un oficial que no ostentase el grado mayor dentro del Ejército. El problema es que la maniobra obligaba al retiro inmediato o a “poner en situación de disponibilidad”, el eufemismo castrense para un despido, a los oficiales que tuvieran un grado mayor que el ministro.

Para noviembre de 1999, cuando el FRG se perfilaba como partido finalista en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, existía un fuerte rumor de que a Pérez Molina le habían hecho una oferta importante para ser parte del gobierno de Portillo. Pero fiel a su perfil, aún en Washington, en una conversación extraoficial con una periodista, Pérez Molina no soltó prenda. Pero sonreía, y mucho, quizá pensándose ya ministro. Pérez Molina conocía el precio de hablar antes de tiempo.

Antes de todo eso, al principio de su mandato, el presidente Arzú había hecho de Pérez Molina el Inspector General del ejército y le había concedido un espacio que más tarde se convertiría en un eje de la propaganda biográfica del general ya retirado, de su argumentación contra los escépticos, de sus alegatos contra una izquierda que casi unánimemente lo acusa de genocidio: lo haría signatario de los Acuerdos de Paz.

Escena I. Acto IV.

En agosto de 1999, Alfonso Portillo estaba tan seguro de que iba a ganar las elecciones, que ya había elegido a un equipo para hacerse cargo del cumplimiento de los Acuerdos de Paz. El equipo incluía a Pérez Molina, a quien había perfilado como Ministro de la Defensa. La noticia no tardó en circular en el ejército. Pérez Molina estaba lejos aún en Washington, pero la perspectiva de su posible regreso tenía a muchos militares preocupados. “Ellos sabían que Pérez Molina les iba a pasar factura a todos”, afirma un asesor cercano a la fuente militar.

El 24 de diciembre, en su círculo inmediato, Portillo continuaba hablando de Pérez Molina como su Ministro de Defensa. El 31 de diciembre, ya como presidente electo, Portillo le habría confirmado al mismo Pérez Molina que lo nombraría en el cargo. Para entonces, al futuro mandatario le habían trasladado una lista de tres nombres para confirmar al titular de Defensa. La terna incluía a su preferido, así como a Hernández y Calderón.

Pero el plan de Portillo había pasado por alto un detalle: Efraín Ríos Montt. El general Ríos tenía la impresión que Pérez Molina había intentado matarlo. ¿Por qué? En junio de 1983, varios oficiales de la promoción 73 –incluyendo a Pérez Molina– le exigieron a Ríos que cumpliera quince puntos que había ignorado como Jefe de Estado, cuando llegó al poder con el golpe de Estado de marzo de 1982. Públicamente, Ríos se mostró anuente, aceptó de buena gana, pero lo primero que hizo después fue despedir a todos los oficiales que lo habían confrontado. Acto seguido, desconocidos lanzaron una granada a su casa. Ríos salió ileso, pero no olvidó la agresión y años después se cobró la factura, aunque Pérez Molina siempre negó responsabilidad en el atentado. Hacia finales de 1999, Ríos también movió sus piezas y expulsó a algunas del tablero. Una de las piezas desterradas fue Pérez Molina. Entonces, también comenzaron a circular otros nombres para dirigir el Ministerio de la Defensa.

Además de Ríos Montt, Pérez Molina tenía otro anticuerpo relevante en el equipo de Portillo: Ortega Menaldo, quien al parecer no le perdonaba el desplazamiento de los oficiales de la Cofradía en la D-2 en el gobierno de Serrano. Portillo nunca admitió que Ortega Menaldo era una figura importante en su administración. Nunca ocupó cargo alguno. Ortega admitió que conocía al Presidente, pero también negó participación alguna en su gobierno. Fuentes extraoficiales admiten lo contrario y lo pintan como una figura influyente, que evitó que Pérez Molina se acercara a los círculos de poder.

Quizá por eso llegado el 2 de enero de 2000, a doce días de ser investido como Presidente, Portillo hace la maniobra inesperada –traicionera, para Pérez Molina, o antioligárquica, para un politólogo que vivió el momento cerca de Portillo– y decide nombrar como ministro al coronel Juan De Dios Estrada Velázquez. Y así, de un brochazo, confirma la inadvertida fragilidad de la estructura militar y de los sueños de Pérez Molina. “Es como un castillo de naipes”, dice una fuente. “Quitas un naipe mal puesto, y todo se viene abajo”. Y así fue. Todos los generales, de División y de Brigada –el signatario de la Paz incluido– pasaron a disponibilidad, y así también se le cerró a Pérez Molina esa puerta de acceso a liderar el ejército.

Escena II. Acto I.

El 29 de diciembre de 1996 Arzú haría viajar a Otto Pérez Molina con un grupo conformado entre otros personajes por el ex comandante de la URNG, Rolando Morán, la Premio Nobel de la Paz, Rigoberta Menchú, y el entonces director del Fondo Nacional para la Paz, Álvaro Colom, para conmemorar en Nebaj, Quiché, la firma del Acuerdo de Paz Firme y Duradera al mismo tiempo que se hacía un acto en la capital guatemalteca.

Nebaj era un lugar emblemático para la paz, puesto que lo había sido para una guerra que nunca recibió ese nombre. Nebaj, una de las tres poblaciones más importantes de lo que los militares llamaban el triángulo Ixil, se había convertido en un lugar estratégico para la victoria o la resistencia y había sufrido como una de las localidades más castigadas por el conflicto. Cuando llegó, no era la primera vez que Otto Pérez pisaba esa tierra. Catorce años antes había estado allí, en aquellos mismos parajes amplios y ondulados, desterrado de los círculos de poder, bajo el sobrenombre de mayor Tito Arias, y había tenido –según me contó hace cuatro años– una misión por encima de todas: recuperar a la población.

Que volviera a confiar en un ejército que se había ganado toda su desconfianza. Un ejército que consideraba que todos los indígenas en las montañas apoyaban a la guerrilla y eran tratados como enemigos, como Otto Pérez reconoció en una conversación de 2007 con el embajador James Derham según un cable filtrado por WikiLeaks. Él, aseguraba, había llegado para cambiar esa idea.

Ascendido a mayor el 31 de mayo de 1982, Pérez Molina llegó a Nebaj en julio de ese año y su estancia duró hasta el 16 de abril de 1983. Oficialmente (según los registros del Archivo Nacional de Seguridad) apenas estuvo un año en la zona antes de que lo desplazaran pero desde que emergió como figura política, aquellos diez meses y medio representan su flanco probablemente más atacado.

En las elecciones pasadas, cuando trabajaba para elPeriódico, el director me pidió que rastreara aquel fragmento desconocido de su vida. Llamé a defensores de derechos humanos en busca de información específica o datos concretos que me dieran un hilo del que tirar pero ninguno tenía nada. Concerté una cita con la ex diputada y ex guerrillera Alba Estela Maldonado, la comandante Lola; y cinco minutos antes de reunirnos me telefoneó para sin mayores explicaciones cancelarla, ad aeternum. Hablé también con el padre Rosolino, que era el vicario de la diócesis de Quiché y me dijo que en aquella área, en aquel tiempo, hubo secuestros y masacres.

-Yo lo conocí en Nebaj -apostilló, según las anotaciones que tomé.

Fui con Nery Rodenas a la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado, autores del Informe del Proyecto Interdiocesano de Recuperación de la Memoria Histórica con la intención de cruzar datos con el Informe de la Comisión de Esclarecimiento Histórico. Rodenas me respondió que no tenían nada en concreto y en el artículo que nunca publiqué, escribí: “en el proyecto de Recuperación de la Memoria Histórica no hay una sola alusión a una masacre o crímenes cometidos durante ese escaso año en los alrededores de Nebaj. Tampoco en los volúmenes de la Comisión de Esclarecimiento Histórico ni en la Fundación Rigoberta Menchú”.

Me equivocaba. Esta semana volví a revisar los informes, en línea. El REHMI registra al menos seis masacres en Nebaj en ese lapso: los casos 272, 275, 300, 304, 307 y 317, en las aldeas de Salquil, Palob, Sumal, Chuatuj, Chortiz, y en Nebaj.

La Comisión de Esclarecimiento Histórico no sólo recoge cómo el ejército arrasaba la milpa y la gente moría de hambre, exiliada en la montaña, sino que además la desaparición de veinticinco personas: “En agosto de 1982, miembros del ejército capturaron a Feliciana Brito Raymundo y a 24 personas más. Un mes más tarde, Feliciana logró escapar. Del resto de las víctimas no se tiene más información”.

En aquel entonces, la búsqueda no duró más que tres o cuatro días en la capital. Cuando llegué a Nebaj, en realidad no tenía nada. Allí estuve dos días y me reuní en una lóbrega casita de Asomovidinq, la Asociación de Movimiento de Víctimas, con más de una veintena de personas que querían desahogarse con alguien. Pensaban que les iba a solucionar algo o aplicar un bálsamo. Las escuché y todas eran historias terribles de masacres, de familiares desaparecidos o desollados, y de entrada todas decían que el culpable era la misma persona: unos lo llamaban Tito, y otros Otto Pérez. Pero me di cuenta de que bastaban dos o tres preguntas sencillas sobre fechas o rasgos para desbaratar la mayoría de las versiones. En seguida, muchos de ellos reconocían que nunca lo habían visto, o que no lo hicieron hasta un año más tarde.

“El resultado de comparar la fecha de los crímenes con la de comandancia de Tito”, escribí entonces, “es que el militar tendría que haberlos ordenado sin tener ningún mando o haberlos cometido sin estar presente”. Había, entre aquellos entrevistados, también otros que tenían historias que les habían contado, algunos que habían estado presos, y algunos que habían sido ex patrulleros.

Cuatro testimonios me llamaron la atención (las edades son las que declararon en aquel momento):

Diego Chávez. 77 años. Fue obligado a patrullar. Declara que Tito advertía que si alguien disparaba sería sancionado. “No se saca la bala por gusto”. “Nunca me dio orden de matar a nadie. Pero si algo se movía, había que disparar”.

Cecilia Bacá. Huyó con la resistencia a las montañas y al regresar habló con su primo Vicente, un excomandante del ejército que le dijo que su padre había muerto por órdenes de Tito. “Si me hubieras contado yo habría hablado con el mayor, pero huiste sin decir nada”, le dijo su primo.

Juan Chávez. 75 años. Estuvo 45 días preso en el destacamento. “El día que bajé a Nebaj estaba el mayor Tito, tranquilizándonos porque ya no iban a matar a nadie”. Luego, durante su cautiverio, el comandante llegaba “y me decía ya te vas a morir. Mañana o pasado te vas a morir”.

Catarina Brito de León. “Lo que yo sé es que el mayor Tito secuestró a la gente. Así lo hizo con mi esposo mientras cortaba leña. El 18 de diciembre de 1982. Al día siguiente me presenté ante él en el destacamento, con 30 mujeres más, y nos manifestamos durante 30 días”.

En la calle, mucha otra gente ignoraba quién era Otto Pérez, pero hablaban de Tito. Unos decían que paró la bulla. Otros que fue un criminal.

El Plan Sofía 82 no era muy informativo sobre Otto Pérez, más allá de que lo mencionaba un par de veces o tres y cruzando datos se concluía que había participado en un combate con sangre. Por otro lado, había leído los fragmentos del libro del controvertido antropólogo David Stoll que hablaban del comandante Tito.

Eran estos dos y se parecían bastante a lo que yo había descubierto: 1. “El nuevo comandante no era uno de los oficiales jóvenes que habían derrocado el régimen de Lucas García, pero el mayor Tito Arias era el epítome de la imagen reformista. Los nebajeños afirman que ‘la situación se calmó’ bajo el mando de este oficial sensible. Por supuesto, su sentido humanitario era relativo a la situación: para escarmentar a aquellos que evadían patrullar, instauró la práctica de tirarlos a la pila del pueblo. Pero a diferencia de comandantes previos, Tito asumió que se estaba ganando a la gente. Los secuestros cesaron. Y como veremos más adelante, la recompensa a sus métodos fue la repentina llegada de dos mil refugiados de un aparente reducto guerrillero: las cercanías de la aldea de Salquil Grande”.

2. “Sucedió que un activista de derechos humanos se encontraba en el pueblo a principios de 1983, cuando el mayor Tito dio su discurso de despedida. El mayor dijo que sabía que muchas de las personas que lo escuchaban aún lloraban la muerte de sus familiares, pero que el ejército también había perdido miembros, y por cada soldado muerto había también una familia enlutada. El visitante se sorprendió al ver que parte de la multitud lloraba. Muchos nebajeños consideraban que, de no ser por Tito, también estarían muertos, y no sabían con certeza si su sucesor volvería a los secuestros y masacres”.

Hace unos días escribí a Stoll para preguntarle qué sabía sobre Tito. Me dijo que no mucho, me explicó cómo había llegado a sus conclusiones y además de contarme que hace poco oyó una detalladísima historia sobre cómo no evitó que sus tropas asesinaran a un prisionero, me dijo que cuando los grupos de derechos humanos lo acusan de ser responsable de masacres en Quiché, deberían precisar fechas y lugares de masacres y compararlas con su periodo en Nebaj. “No tengo conocimiento  de que sea responsable de masacres de poblados”.

En aquel entonces, regresé a Guatemala bastante decepcionado por mi falta de pericia y en una entrevista en la zona 15, la primera vez que lo veía, Tito, Otto, lo negó todo exceptuando su costumbre de tirar a los que no querían patrullar a la pila de agua.

Tuve suerte cuando alrededor de un año después, en 2008 o ya 2009, cayó en mis manos un documental que se llamaba Guatemala: Deadline y al parecer había estado perdido en un sótano bastantes años. Cuando vi la fecha, supe que ahí podía aparecer Otto Pérez y a mitad del metraje lo reconocí por su voz, su mirada inerte y su peculiar nariz, hablando de morteros. En elPeriódico distribuí cinco copias, algunas de ellas a mis jefes, como un asunto curioso. Después hice otras dos: le mandé una copia a un defensor de los derechos humanos al que creí que le interesaría investigar, y otra a Otto Pérez que, supe, pidió verla de inmediato. Quería comprobar cómo reaccionaban, pero sobre todo, quería que si había algo ahí, unos tuvieran la oportunidad de documentar, y el otro, de defenderse conociendo todas las pruebas, como es de justicia.

En ese momento todavía no había reparado en la escena que después se ha hecho famosa: el mayor Tito, frente a cuatro cadáveres ensangrentados, leyendo un cuaderno con consignas pseudomarxistas. Aunque Otto Pérez se ha quejado de la labor de la prensa, que en aquel momento no mandó ningún corresponsal para documentar su buen trabajo, un par de reporteros estadounidenses habían pululado por la zona. Cuando me di cuenta de que el video sugería que Pérez había interrogado y torturado hasta la muerte a aquellos cuatro, me puse en contacto con Jean Marie Simon y Allan Nairn, los dos periodistas estadounidenses que aparecen en el documental.

Simon, sorprendida -no sabía que Tito era Otto Pérez-, me contestó en español:

-Nunca pudimos verificar que el ejército, es decir Tito, mató a los cuatro hombres guerrilleros que se ven en el documental. Llegamos al destacamento justo después de que hubo una explosión que oímos; la versión oficial del ejército fue que los cuatro se habían suicidado con una granada justo después de haberles metido en un cuarto para así evitar que se les sacara info sobre sus compañeros guerrilleros.

Nairn no me respondió hasta que lo volví a intentar esta semana. Su primer correo me remitió a unos artículos que escribió por la época y más tarde (uno de ellos asegura que Otto Pérez, cuando dirigió el Estado Mayor, estuvo a sueldo de la CIA. En el otro artículo, titulado The Guns of Guatemala: The Merciless Mission of Ríos Montt's Army, se lee lo siguiente: “El día antes, en Nebaj, un hombre de infantería que estaba de pie sobre los cuerpos de cuatro guerrilleros ejecutados horas antes mostraba la técnica de interrogatorio que habían aprendido en “Cobra”, un curso de contrainsurgencia para las tropas. ‘Los atas así’, dijo, ‘atas las manos atrás, corres la pita por aquí (en torno al cuello) y aprietas con una bota (en el pecho)’. Lo atas, y haces un torniquete con un palo, y cuando agonizan lo giras de nuevo y preguntas otra vez, y si no responden, lo haces hasta que hablen”). Después, Nairn me escribió esto: “El mayor Tito fue un comandante clave en la operación militar basada en la masacre de civiles”.

En otro mensaje, le pregunté a Nairn por los matices que Simon le hace al video sobre la falta de certeza de que Otto Pérez torturó y la justificación de la granada.

-Supongo que es posible –me respondió.– Pero es un poco difícil de creer. Si fuera cierto significaría que encontraron sus libros escondidos pero no sus granadas o que uno de ellos logró robarle una sin llamar la atención o herir o matar a nadie de los soldados que les rodeaban, y luego la hizo estallar. La explicación oficial de que se mataron con una granada se contradice por lo que los soldados dijeron en privado (es los mataron tras la explosión, que hirió a algunos), y es incoherente con las circunstancias (por ejemplo, el estado de los cuerpos, el lugar bastante abierto donde supuestamente explotó, y el poder explosivo de una sola granada).

Tan pronto como ocurrió la explosión, Tito entró en la escena. Habría estado un minuto cara a cara con los prisioneros. No nos permitieron entrar hasta un rato después. Entonces ya estaban muertos y alineados.

Desde el lunes he estado tratando de ponerme en contacto con el equipo de comunicación de Otto Pérez. Les llamé y escribí. El miércoles respondieron que sería difícil encontrar un espacio para una entrevista. Les propuse hacerlo por teléfono: no tenía muchas preguntas. Les mandé, ayer por la tarde, las interrogantes por correo. Quería saber qué pensaban del video. Aún no había recibido este último comentario de Nairn. Por la mañana me escribió su encargada de medios. No habían tenido tiempo de responder.

Hace unos días le pregunté a un asesor patriota que me pidió anonimato qué se pensaba en el partido sobre el tema. Me dijo: “el documental está editado. Y además es difícil saber a qué mayor se referían con lo del interrogatorio, porque había dos. Uno de ellos está muerto.”

-¿Dos?¿Cómo se llamaba el otro?

-Ahora no lo recuerdo. Pero si me viene te digo.

Le pregunté a Nairn si eso era posible. Respondió, entre otras cosas: “Nunca oí hablar de otro mayor por Nebaj en aquel tiempo. Suena a que se lo está inventando”.

Escena II. Acto II.

Probablemente, Otto Pérez Molina está entre los diez guatemaltecos más acusados de mil cosas distintas en los últimos quince años. Cosas graves, la mayoría.

Se le ha acusado, por medio del relato de un testigo que dijo haberlo visto tomar una cerveza cerca de la escena del crimen esa noche, de haber participado en el asesinato del obispo Juan Geradi, en 1998. Se le ha acusado de organizar el asesinato de choferes de bus. Se le ha acusado de atentar contra Ríos Montt (aunque también él y su familia han sufrido intentos de asesinato). Se le ha acusado de robar un vehículo del narcotraficante Joaquín Guzmán tras su captura. Se le ha acusado de haber estado al servicio de la CIA, de haber malversado en los últimos meses del gobierno de Ramiro de León Q19 millones, de estar metido en el asesinato de Devine. Se le ha acusado, también de tráfico de drogas y de contrabandista y se ha señalado su contacto con los narcos, en particular con la familia Mendoza. Se le ha acusado de haber cobrado un cheque de Mercados de Futuros salido de la apuesta en la que el Congreso perdió Q82 millones (y él lo niega, y la embajada estadounidense no termina de creerse sus explicaciones, aunque tampoco las descarte, según otro cable filtrado por WikiLeaks). Y se le ha acusado, más recientemente, de haber concebido el asesinato de Efraín Bámaca, el comandante Everardo, mientras dirigió la inteligencia militar.

Hace once años que dejó el ejército. A día de hoy, la única demanda que registra la página web del organismo judicial es una en la que él aparece como solicitante, no como sindicado.

Escena II. Acto III.

Juan Alberto Fuentes Knight, ex ministro de Finanzas del Gobierno de Colom, acaba de publicar Rendición de cuentas, un libro en el que asegura que el Partido Patriota condicionó ciertos pactos fiscales a que el oficialismo “no volviera a hablar de temas como la muerte del guerrillero Efraín Bámaca o el caso de la financiera que había contratado el Congreso”.

Escena III. Acto I.

El 24 de febrero de 2001 Pérez Molina fundó el Partido Patriota. Era el partido con el que esperaba darle consistencia a su figura política y a su objetivo de alcanzar la presidencia del Gobierno. En toda esa década, la mayor fortaleza de la agrupación ha residido en su labor en el Congreso, a menudo de oposición dura, especialmente en los últimos cuatro años; de bloqueo habitual de iniciativas o negociaciones de los gobiernos de Óscar Berger y Álvaro Colom, de apoyo o propuesta frecuente en temas de seguridad y en asuntos económicos liberalizadores, y de gran algarabía fiscalizadora con escasos resultados, a excepción de los políticos. Durante el último Gobierno, fuera del Congreso y de cualquier cargo público, Pérez Molina ha desempeñado un papel más directivo que ejecutor y ha visto cómo se desplegaba la realidad nacional ante él sin jugarse el físico. Mientras tanto, ha logrado establecer alianzas que se presentan como clave para las elecciones en ciertos departamentos.

Conocedor del corte autoritario y de la inclinación caudillista y clientelar de la política nacional y especialmente de las elecciones en algunos de los departamentos del país, ha sabido atraer hacia su partido a ciertos políticos que van desde caciques hasta marrulleros y faltos de escrúpulos, pero todos con capacidad de atraer el voto. “Firme en la estrategia, ágil en la táctica”, como se dice que repetía su mentor, Héctor Gramajo, ha sabido volver dúctiles los requisitos de entrada al partido para poder mejorar  sus opciones de victoria. “Firme en la estrategia, ágil en la táctica”, también ha sabido administrar sus relaciones con el sector privado a lo que entiende que es su mejor conveniencia.

Basta con escrutar la segunda mitad del gobierno de Berger, un gobierno de empresarios en el que varios de quienes hoy están con él, o que desde el Serranazo lo han querido cerca, tenían puestas sus esperanzas y sus intereses. Emmanuel Seidner o Carmen Urízar son dos de los ejemplos del gabinete bergeísta. Basta con darse cuenta de que fueron él y su partido quienes apuntaron al ministro de Gobernación de aquel tiempo, Carlos Vielmann, un empresario de la élite, y le dijeron: “usted está ejecutando extrajudicialmente. Usted debe dejar el Ministerio.” Un tanto fuera del guión de un candidato de mano dura. Y basta con ver que lograron sacarlo.

Basta, también, con saber que cuando la Gran Alianza Nacional formó Gobierno, el Partido Patriota, miembro de ella, se centró en crear una bancada fuerte para ganar protagonismo en los siguientes años, y para la gente de su partido pidió poco más que tres puestos gerenciales que siempre fueron clave para los militares: migración, aduanas y la portuaria. Que para sí mismo obtuvo la Comisión Presidencial de Seguridad, que participó en la tibia modernización y en la amplia reducción del ejército y que dentro de la alianza no permanecieron ni siquiera medio año. Que Berger, el presidente aupado por la coalición, aseguró cuando se rompió el pacto que quizá era mejor tenerlos como opositores que hacen oposición que como aliados que hacen oposición.

Escena III. Acto I.

Todas las encuestas aparecidas durante los últimos meses muestran a Otto Pérez como vencedor de las elecciones. Está por verse si en primera o en segunda vuelta. Algunos creen que ha llegado el momento del general. Si lo es, su victoria podría ser la revancha de 1998, cuando lo enviaron a la congeladora, o de 1999, cuando lo desplazaron como candidato a Ministro de la Defensa y luego fue desterrado del círculo político.

Si lo es, habrá traspasado su segunda frontera en unos mismos comicios. La primera fue haber convertido a su partido, según Mirador Electoral, el que ha tenido un mayor gasto de campaña en unas elecciones, muy por encima de lo legal. La segunda sería convertirse a sí mismo en lo que ningún militar en el último cuarto de siglo ha llegado a ser: comandante general del ejército. Y Presidente de la República.

Es difícil saber qué piensa Otto, el hombre del semblante impávido, de la mirada inerte. Es difícil prever cómo será un hipotético gobierno suyo, en esas circunstancias, en esta incertidumbre.

Más cuando unos lo consideran una especie de Juan Manuel Santos -una especie de traidor a los de su estirpe, al espíritu de cuerpo, o a sus aliados tácticos, como algunos podrían ver la reducción del ejército y sus batallitas con el sector privado-. Pero él se empeña en mirarse en el espejo de Uribe.

Más cuando sostiene que es necesaria la refundación del Estado pero se opone al incremento de impuestos.

En su pasado, para bien o para mal, Otto Pérez ha demostrado ese rasgo del que a menudo hace gala: carácter. Ha habido gestos audaces, intrépidos, a veces temerarios e implacables e imprudentes. A veces, aparentemente, demasiado.

Otto Pérez está a punto de comenzar a escribir el colofón de su historia, el elemento que permita interpretar retrospectivamente sus pasos y quizá, ayudar a comprender al personaje. Está –eso nos dicen las encuestas- muy cerca de comenzar a hacer un gobierno del que quizá sólo él sabe lo que esperar a ciencia cierta.

Pese a lo que insinuó uno de sus diputados ante la embajada estadounidense, no parece, no obstante, ningún tonto. Pero tampoco semeja un niño perdido en el bosque.

Lo escribió el embajador Stephen McFarland: “Pérez Molina is no babe in the woods”.

 

Hace días Pérez Molina y su equipo de comunicación recibieron la solicitud de una pequeña entrevista para este perfil. Argumentaron que no tenían tiempo y difícilmente podrían encontrar un espacio. Se les ofreció hacer las preguntas por teléfono, y más tarde se les enviaron las preguntas. Se retrasó la publicación para poder incluir sus explicaciones y hasta el último momento se les escribió por correo y se les trató de localizar telefónicamente. En caso de que una vez publicado este perfil haya respuesta de su parte, Plaza Pública hará lo posible por incluirlo en el texto.

*Julie López, editora de Plaza Pública, contribuyó a reportear y escribir este perfil.

Puede consultar la versión en inglés del texto aquí: http://www.plazapublica.com.gt/content/otto-perez-profile-his-actions-he-shall-be-known

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