Sale a la avenida y ya los ojos se posan sobre ella. Primero el guardián del edificio, luego el vendedor en la esquina, más allá el policía de tránsito. Se siente vigilada, pero intenta no darle mucha importancia. A su edad ya debería estar acostumbrada, pero la inseguridad la sigue incomodando. Tenía sólo 13 años cuando tuvo su primera mala experiencia. Esperaba el bus del colegio en una esquina cuando pasó un hombre y le agarró el incipiente seno izquierdo; su primera reacción fue golpearlo en la cabeza con la lonchera. Llegó llorando al colegio y por la tarde su mamá la regañó por responder con esa violencia, por arriesgarse a que el hombre la golpeara de vuelta… volvió a llorar.
Toda la adolescencia sufrió toqueteos y piropeos en la vía y en el transporte públicos. La mayoría de las veces logró pegarle al abusivo o proferir algún insulto que lo dejara callado, pero recuerda particularmente una ocasión en la que no pudo hacer nada. Manejaba una moto y, al hacer el alto en el semáforo, un transeúnte aprovechó a meter la mano entre el asiento y sus nalgas; él se dio gusto, ella se quedó petrificada. Se preguntaba todo el tiempo por qué tanto acoso –si no era particularmente atractiva ni voluptuosa–, ya luego se dio cuenta que eso era lo de menos.
Aprendió a tomar algunas medidas para evitar encuentros desagradables y se encargó que el pepper spray que llevaba en la mano fuera siempre visible, un disuasivo para los morbosos. El hostigamiento disminuyó cuando tuvo su primer carro, ya sólo lo sufría en cortos traslados de peatón, pero todavía la asombraba que el trato respetuoso que le mostraban en la oficina se desvanecía con apenas poner un pie en la calle.
Sigue caminando con paso decidido y rápido, la boca fruncida, la mirada hacia delante –evitando ver a los ojos a los demás peatones–. Sólo faltan 200 metros para llegar al comedor cuando avista un edifico en construcción y decide cruzar la calle para no toparse con los albañiles. En la otra acera se encuentra con dos muchachos que la ven con sonrisa socarrona. El primero le dice “sht, sht, adiós mamaíta”, mientras el otro le pregunta “aay, pero ¿por qué tan seria?”.
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