La pregunta en cuestión es, ¿por qué una persona, medianamente ilustrada, piensa de esta forma? Para mí la respuesta es sencilla: porque simplemente así como él, piensa el 92% de la población guatemalteca. Baso mi observación en los resultados de una encuesta sobre racismo que se publicó hace algún tiempo en Prensa Libre. En otras palabras, 92 de cada 100 guatemaltecos es racista, es decir, en sus pensamientos (el caso de Banús por ejemplo), acciones, maneras de ver la vida, etcétera, actúa con menosprecio hacia los indígenas y lo manifiesta de manera a veces sutil, a veces no tanto, y en ocasiones sin ningún tapujo, como el presente.
En este sentido, podemos notar que esta clase de pensamiento no es único. Hay acontecimientos sociales, políticos y culturales que muestran el racismo de la población guatemalteca. El más importante de ellos, a mi juicio, es el de no reconocer que en este país hubo genocidio. Claro, las principales víctimas fueron precisamente los indígenas, los campesinos pobres, los sin voz. Otro hecho que también muestra este racismo, es el de las mujeres que son asesinadas. De las miles que han perdido la vida, y que bien son indígenas y pobres (además de racistas somos clasistas y machistas), solo recordamos el caso paradigmático de Cristina Siekavizza, una mujer de clase media alta y ladina.
Además de indignarnos porque algunos expresen esta clase de opiniones, que en mi trabajo como maestra de nivel medio escucho con bastante frecuencia, la cuestión urgente es replantearnos cómo cambiar esa visión que nosotros mismos, en la mayoría, tenemos sobre quienes conformamos Guatemala. Vimos ya, la historia reciente así nos lo demostró, que la lucha armada no es la solución. Vimos también (y no era necesario tampoco experimentarlo para saber las consecuencias), que un gobierno de “mano dura” no puede lograr ni siquiera el establecimiento de la seguridad, que es otro tema. Lo cierto es que vivimos en un Estado fallido en el cual las estructuras de poder siguen firmes, aunque moviéndose a su pesar en diversas direcciones. La sociedad civil, desarticulada y casi moribunda, no obstante, siento que poco a poco está recobrando su voz y su aliento. Estas mismas presiones externas y algunas internas, nos hicieron adoptar un nuevo currículum de estudios oficiales que, si son llevados cabalmente como corresponde, especialmente en el área de las Ciencias Sociales, en pocos años cambiarán esa visión sobre “nosotros” y los “otros”, que hoy impera.
Lo cierto es que me gustaría tener la solución a los problemas del racismo, la desigualdad y la exclusión en nuestro país. Lamentablemente, no la tengo. También sería extremadamente ingenuo creer que una situación tan compleja podría cambiarse atendiendo a una sola vía. En mi caso, solo me apego a lo que me queda, a lo que puedo hacer por mí misma, que es eventualmente plantear estos temas por escrito, en las aulas con mis estudiantes, en las conversaciones con mis amigos. Poco en verdad, visto así.
También noto, que aunque el camino sea largo, no resulta imposible. La indignación de quienes hoy expresan sus opiniones contra las muestras de racismo, con el tiempo, se convertirán en la voz de muchos, quizás de la mayoría. No es posible que en un mundo globalizado donde se aboga por el respeto a las diferencias y a los derechos humanos, donde se esperan actitudes de tolerancia, y donde se busca la igualdad, la justicia y la inclusión, como sociedad nos quedemos al margen y sigamos repitiendo los esquemas mentales del pasado colonial.
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