Esta percepción se hace más profunda cuando se carece de –o se evade– una política pública explícita al respecto, que establezca claramente el contenido y el horizonte de esos propósitos, las formas en que será evaluado su progreso y las estructuras que se requieren para concretarlos. Política que al mismo tiempo debe surgir de una reflexión social acerca del tipo de desarrollo que se desea implantar en el país.
Para los asuntos ambientales nunca llega el momento y el crecimiento económico a base del productivismo no se puede sacrificar. En estos términos se puede resumir la política pública implícita durante los últimos 25 años. Y es que 25 años cumplió la formal y precaria institucionalidad pública ambiental que se estableció al amparo, principalmente, de la Ley de Protección y Mejoramiento del Medio Ambiente, emitida en 1986.
Esta institucionalidad no puede ser asumida sino como un parche simbólico en un esquema institucional nacional que, como la realidad concreta nos muestra, sostiene un modelo de crecimiento que agota, degrada y contamina el ambiente sin ninguna consideración; y sin que estos costosos resultados puedan compensarse acreditando mejoría en las condiciones de vida de más de la mitad de la población del país que se mantiene en condiciones de pobreza. Este parche institucional en materia ambiental, por su condición, ha debido operar en una constante marginalidad financiera, resultado de lo cual, se le percibe más minúsculo que nunca frente a una realidad ambiental con problemas que ya parecen inmanejables.
Y a tono con la política implícita de desprecio a la realidad ambiental y con la preferencia de la política del parche en materia institucional, hoy el Gobierno de turno nos presenta como un éxito sin precedentes el acuerdo voluntario para incrementar las regalías en materia de minería. Arreglos como este rayan en lo ridículo y en la necedad.
Reconciliar los objetivos de gestión ambiental efectiva con los de crecimiento económico exige elevar el nivel de prioridad de la gestión ambiental incluyendo las nuevas condiciones que impone el cambio del clima. Esta línea de acción está íntimamente relacionada con la necesidad de perfeccionar la institucionalidad pública, de tal manera que sus capacidades se desplieguen en los territorios donde concretamente se padecen y se incrementarán las consecuencias de los variados y enormes problemas ambientales. Necesitamos pues, una nueva forma de organizar el Estado, de articular alianzas nacionales y locales y de definir, regular y controlar las actividades generadoras de impacto.
La Huella Ecológica es un índice que mide la superficie de tierra y agua biológicamente productiva que se requiere para satisfacer las necesidades de una población de manera indefinida, utilizando las tecnologías disponibles. Se refiere a la superficie necesaria para el desarrollo de un grupo humano –generalmente un país– expresado en hectáreas globales. El concepto de Biocapacidad acompaña casi siempre al de la Huella Ecológica, y se refiere a la superficie productiva realmente disponible en la región considerada. Dar viabilidad al bienestar humano requiere que la huella ecológica no supere la biocapacidad. En Guatemala y para el año 2007, la huella ecológica fue de 1.8 hectáreas globales por persona mientras que la biocapacidad fue de 1.1 hectáreas globales por persona. Desde ese año ya experimentamos dificultades en el ámbito natural para satisfacer las necesidades humanas.
En fin, la capacidad de carga del país ya se rebasó, estamos viviendo el tiempo de los embates de esa realidad y estos cada vez serán más fuertes.
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