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Policías: entre lo legal y lo ilegal

A veces vienen personas a denunciar extorsionistas, y nos dicen: “pero yo no quiero que los investiguen; yo quiero que los maten, y quiero saber cuánto me cobran”
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Policías: entre lo legal y lo ilegal

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“Estoy orgulloso de ser policía”. La frase, desplegada en gastadas calcomanías que todavía llevan algunas auto-patrullas de la Policía Nacional Civil (PNC), suele despertar sorna. La razón: el estereotipo del policía que aparece en los titulares de prensa, por corrupción o sicariato, domina la imagen de la PNC. Sin embargo, el estereotipo del policía oculta el variopinto de motivos por los cuales muchos policías flotan en la frontera entre la legalidad y la ilegalidad.

Algunos policías navegan en las aguas de la ilegalidad por el dinero fácil, que jamás reunirían con su salario. Otros se dan la licencia para poder hacer su trabajo; apelan a que el fin justifica los medios, un fin imposible de alcanzar -creen ellos- siguiendo las reglas. Usualmente quedan en el anonimato quienes nunca cruzan la frontera, aun cuando es más fácil hacerlo que no hacerlo, o cuando no hacerlo parece inútil.

En 2010, seis policías sí protagonizaron inusuales titulares cuando rechazaron un soborno de Q72 mil por “dejar pasar” dos camiones con mercadería de “dudosa procedencia”. Capturaron a seis guatemaltecos y cuatro chinos. Los policías también incautaron un vehículo que contenía un listado de turnos de jueces en Escuintla, a quienes los detenidos debían acudir si eran capturados. Meses después, un juez ordenó la libertad de los arrestados.

En la segunda semana de marzo de 2011, en una unidad policiaca, le pedí a un investigador hablar de quienes sí cruzan la frontera hacia la ilegalidad. “¿Ha visto ejemplos de ilegalidad en su trabajo?”, le pregunté.

—En un lapso de diez meses, a tres policías de personal uniformado se les vio recoger dinero de extorsión a negocios —responde, revelando que al verificar los antecedentes de los tres policías, se constata que son de la capital. Sus palabras dan a entender que los policías ni siquiera tenían la excusa de ser de un área pobre del país.

Intenta explicar por qué ocurren casos así:

—Cuando se ingresa a la Policía, no se hace una investigación de la situación socioeconómica de los nuevos agentes —explica—. Tal vez ellos [los detenidos] eran de áreas marginales. Por ejemplo, en Rabinal y Salamá, en Baja Verapaz, hay policías con familiares que son miembros de las maras [de la Pandilla Barrio 18], y hay mucha fuga de información, especialmente en los casos de las extorsiones. Por eso piden que personal de aquí (la capital) se traslade para allá.

Pero la frontera de la legalidad se cruza en todas partes. En una fiscalía del departamento de Guatemala—no quiere que se identifique a cuál—el investigador dice que suceden “cosas ilógicas”, que hacen creer que hay falta de capacidad o existen “componendas”.

El detective tiene en mente casos de 2009 y 2010 de capturas de muchas personas que portaban armas ilegalmente y que fueron liberadas. “No sé sabe si son los fiscales o los jueces”, dice. Tan agudo era el problema que él y su equipo preferían consignar a los detenidos en otra jurisdicción, aunque aquello significara cruzar el límite, literalmente.

—Pues a veces, si estábamos cerca de otra jurisdicción, nos corríamos un poquito para pasar el límite —el investigador baja la voz, aunque nadie más escucha la conversación; parece que el relato le avergüenza— la idea era consignar al detenido en otra jurisdicción y llevarlo a otro juzgado.

En algunos casos, el problema era la misma policía.

—Hubo cambios en algunas comisarías porque a veces los extorsionistas pedían [a la víctima] que les dejara el dinero en un teléfono público que estaba enfrente de la comisaría —dice el detective.

En otras ocasiones, cuando el investigador y su equipo vigilaban a los extorsionistas, una patrulla circulaba varias veces por el sector vigilado, como avisándole a los extorsionistas que otros policías los observaban. Hizo falta cambios drásticos de personal policial para evitar la fuga de información y permitir que hubiera confianza entre otras unidades y esa comisaría, particularmente para el traslado seguro de víctimas y testigos.

Con el pasar de los años, los policías que cruzaron la frontera hacia la ilegalidad crearon hábitos que todavía toman por sorpresa a quienes decidieron no cruzar.

—A veces vienen personas a denunciar extorsionistas, y nos dicen: “pero yo no quiero que los investiguen; yo quiero que los maten, y quiero saber cuánto me cobran”. Algunos son dueños de transporte urbano y extraurbano. Cuando les decimos que nosotros no trabajamos así, nos dan la gran maltratada y se van —dice el detective.

¿Pero qué pasa con quienes se quejan de que les plantaron evidencia? Hace por lo menos hace 10 años, en los partes policiacos se podía leer que a todos los detenidos con droga para posesión para el consumo siempre les descubrían la droga en el bolsillo delantero derecho del pantalón. ¿Era eso posible?

El detective se sonríe. El dato le suena familiar.

—Lo injusto de eso era que cualquier persona con tatuaje la agarraban. Los policías recién graduados salían con la idea de que si [alguien] tenía un tatuaje, era pandillero y lo detenían. Era injusto con los inocentes, pero en esa época la policía no dejaba que prosperara un marero —explica—. En realidad, tanto tatuados inocentes, como delincuentes en potencia, no tenían tregua.

El día que ocurrió esta conversación, jueves por la tarde, en la puerta de la oficina policial había un uniformado. Vestía de negro de pies a cabeza, desde las botas hasta la boina. Resaltaban relucientes los dorados escudos de la PNC. Pulcro y erguido, ahí junto a la puerta, el policía parece personalizar el slogan de la calcomanía, “Estoy orgulloso de ser policía”. Empuña con decisión un fusil automático, y cualquiera pensaría dos veces antes de meterse con él. Pero resulta inesperadamente conversador.

—¿Los periodistas ganan bien, verdad? —pregunta.

— Más o menos —respondo, sin estar segura de a qué se refiere con “bien”.

—Bueno, pero con que alcance para los frijolitos es suficiente —agrega, más para sí mismo, como repitiendo una verdad inamovible. Al preguntarle, cuenta que es de Jutiapa y tiene tres años de ser policía. “Todavía me falta mucho”, dice, sin perder de vista ningún movimiento en la calle. Al despedirnos no puedo dejar de preguntarme qué hará él cuando deba decidir si cruza o no la frontera de lo que es legal.

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