El tráfico avanza lentamente. Muy lentamente. La radio me dice:
Oh, my my. Oh, hell yes.
Honey, put on that party dress,
buy me a drink, sing me a song.
Take me as I come ‘cause I can't stay long…
Mientras tanto, recuerdo a Tom Petty bailando con Kim Basinger, o más bien con su cadáver, antes de arrojarla al mar en ese video de principios de los años 90 del siglo pasado. Luego, Jim Morrison les da tonos profundos a los versos de Little Red Rooster:
Keep everything in the farm yard upset in every way.
Y el tráfico fluye lentamente mientras me sumerjo en las viejas canciones de esa frontera en la cual el rock le debe mucho al blues, como me lo recuerda mi amigo Miguel en ese correo en el que me pide cuentas por haber incluido a Led Zeppelin entre los antecedentes del heavy metal, cuando en realidad son unos «viejos bluseros», como lo confirma la versión en estudio de Dazed and Confused, que suena mientras el policía de Emetra me pide que aligere el paso:
Lots of people talkin’. Few of them know.
Soul of a woman was created below…
No solo se trata de cómo se formó el nombre de Pink Floyd —o de citar a Lead Belly influyendo en la obra de Cobain—. Es una comunión que se consumó cuando la escena londinense del rock, entre los 60 y los 70 del siglo pasado, recogió con enorme fascinación la influencia de esa mezcla de los ritmos afroamericanos del sur profundo de los Estados Unidos con un toque de folk y la abrazó hasta volverla suya. Esos son los años de los Rolling Stones cantando Love in Vain:
Well I followed her to the station
with a suitcase in my hand…
Para entonces, el blues también había circulado ya por su propio camino, en el cual se había encontrado con el jazz y otros ritmos, de lo cual habían resultado diversos estilos. Sin embargo, de todos ellos destaca el Chicago blues, del que no se puede hablar sin reconocer a Muddy Waters como uno de los músicos más importantes del siglo pasado. El sonido de Rollin’ Stone y de Baby, Please Don’t Go con Mick Jagger en el escenario me acompaña mientras se acerca el inicio de la avenida Bolívar y un autobús rojo, salido de la última secuela —imposible considerarla saga— de Mad Max, cruza tres carriles con el ayudante colgando de la puerta delantera.
Me imagino que la mujer que pasó más de 15 minutos parada en el carril de al lado disfruta también de su música detrás de sus cristales oscuros. Seguramente está escuchando a Jennifer López. O tal vez es una fanática de Rammstein. O quizá simplemente sufre al escuchar las noticias en la radio y se imagina el apocalipsis que los entrevistados plantean para después de las elecciones del domingo.
Mi camino se acaba, y la oficina por fin está a la vuelta de la esquina. Solamente yo sé las soledades que toma llegar hasta aquí. Muchas de ellas son inconmensurables. Y se quedarán conmigo, un alma atormentada en su zona de confort, o un anti-hipster, como me definen mis hijas, mientras el ascensor sube al reino del silencio en mi oficina.
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