Esta columna no escapa a la incertidumbre. En política, las buenas maneras demandan que el 14 de enero se inicie una vigilia de 100 días por cortesía. Hablar del gobierno saliente es gastar pólvora en sanates. ¿Qué tema es el propicio para un nuevo año? Ni siquiera conocemos el estado de ánimo de la nación, y el tradicional «feliz Año Nuevo» resulta una hipoteca bastante cara y dudosa.
Dejemos que la literatura ilumine el camino y detengámonos en un diálogo del libro Escucha la canción del viento, de Haruki Murakami: «Yo tenía tres tíos en total. Uno murió en las afueras de Shanghái. Tres días después de acabar la guerra pisó una mina que él mismo había enterrado».
La lección de esta fracción literaria es buena para los inicios y para los finales. En el primer caso, nos evita problemas. En el segundo, nos recuerda que nadie ha logrado divorciarse de su propia sombra.
Como ese cuento corto anidado en la novela de Murakami, todos morimos pisando una mina que nosotros mismos plantamos durante esta guerra llamada vida.
Puede ser un tema de salud (los fumadores, los alcohólicos, los que dejamos los estilos de vida saludables para después). Puede ser asunto de subestimar nuestras capacidades o de subestimar a otros, de modus vivendi (los que lucran con el dolor y la desgracia ajena, los que causan dolor y desgracias ajenas con tal de lucrar). No será por falta de razones o justificaciones que dejaremos de plantar minas en nuestro transitar por la vida. Lo que no debemos olvidar es que todos, tarde o temprano, pisamos las minas que plantamos, porque a todo camino de ida le llega el momento de ser uno de regreso.
Esta manera de ver las cosas difiere fundamentalmente de la idea del karma o de que existe una conciencia sobrenatural que contabiliza nuestras malas obras y nos devuelve mal por mal. En muchos casos, lo del karma es más un subconsciente deseo de venganza por encargo a una fuerza desconocida. Esa ansiedad de venganza se disfraza de nobleza y de espiritualidad.
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Las minas de Murakami no dan lugar a externalizar las culpas. No se trata de los demás buscando hacernos daño. Simplemente somos nosotros mismos enterrando minas y olvidando dónde las pusimos. Somos nosotros yendo a la guerra, buscándola o conjurándola.
La alternativa es cultivar la paz, no pasar por encima de nadie, no aprovecharnos del poder efímero, no confundirlo con oportunidades para aprovechamiento propio.
En este misterio llamado vida plantamos flores o enterramos minas. Las últimas deben esconderse, disimularse o parecer lo que no son. Las flores, en cambio, están a la vista. Una semilla se convertirá en pequeñas maravillas que, en vez de esconderse, se solazarán frente al mundo.
Quien planta flores puede volver a sus campos y complacerse en su obra. Sus flores darán semillas que se dispersarán y florecerán en otras partes.
Quien planta minas se debe conducir con mucho cuidado, pues suele olvidar fácilmente dónde las puso (y hasta olvida conducirse con mucho cuidado). Plantar minas con nuestros actos es un asunto curioso, pues no sucede lejos, sino lo hacemos en nuestro entorno (familiar, profesional, de amistades, de relaciones) o mientras avanzamos en nuestro camino. A veces ni nos damos cuenta de que una mina quedó plantada (por ejemplo, al ofender a otras personas con nuestros actos o palabras). Por ello es tan fácil pisarlas.
Pisar una de nuestras propias minas también puede destruir a quien camine con nosotros. También puede suceder que nos veamos inmovilizados, ya que la mina explota si levantamos el pie que la pisa.
Así que no quedan aquí rutinarios y desabridos deseos para un año nuevo feliz, próspero, bendecido o lleno de dichas. Mejor que sea un año en el que crezca la conciencia sobre lo peligroso de enterrar minas y sobre la importancia de ser solidarios y empáticos.
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