Los historiadores de las pandemias coinciden en que la plaga más mortífera fue la Muerte Negra. Se refieren a la Peste bubónica que se extendió por toda Eurasia entre 1347 y 1353 diezmando a más de un tercio de la población conocida. Su impacto se debió no solo a la propagación de la Yersinia pestis, —el bacilo responsable del cual se supo hasta 500 años después—, sino también al surgimiento de bajezas humanas que agravaron el desastre.
Una de las analistas más reconocidas con relación al estudio del vínculo entre la Peste bubónica y la degradación humana es Bárbara Tuchman (ganadora dos veces del Premio Pulitzer). De ese fenómeno arguyó: «En la Europa del siglo XIV se encontraban las huellas de los cascos de jinetes que no eran cuatro, como muestra la visión de san Juan sino siete: plaga, guerra, impuestos, bandidaje, mal gobierno, insurrección y cisma en la Iglesia. Todos, salvo la peste, brotaron de un estado preexistente a la Muerte Negra y se prolongaron después de haberse extinguido la pandemia»[2].
A partir de entonces, en las pandemias subsiguientes, ese maridaje perverso fue reiterativo, y la pandemia de COVID-19 no ha sido la excepción, de manera muy especial en países de tercer mundo como el nuestro. Como ejemplo argumentaré acerca de dos escenarios siniestros que están incidiendo en el impacto que tiene y tendrá (de no tomarse las medidas adecuadas) la acometida de la quinta ola del SARS-CoV-2.
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El primero corresponde a la decisión de las autoridades del Ministerio de Salud Pública con relación a no avalar el regreso presencial de los alumnos a las aulas a causa del alza de casos que estamos sufriendo. Las universidades —en las áreas geográficas donde hemos sido prevenidos— hemos cumplido, no así otras instituciones educativas de nivel preuniversitario, pero las autoridades nada han hecho. Se trata entonces de un contrasentido. Como si fuera poco, las ferias municipales y departamentales, las actividades culturales y deportivas de asistencia masiva y otras similares continúan su curso como si nada estuviese sucediendo. Hay entonces dos discursos, uno para el sector educativo de nivel superior y otro para el sector empresarial porque al final de cuentas la mayor parte de esas actividades —las que están marchando a todo vapor— son lucrativas. Qué vaya a ocurrir con la población parece no importarle a los mandamases.
El segundo es el rezago que llevamos en la vacunación. De ello trata Karin Slowing (médica, especialista en salud pública e investigadora social) en su artículo Tres años de pandemia y no se ha aprendido nada. De manera incontestable razona: «Luego de no alcanzar la meta, ¿cuál es el plan de ahora en adelante? ¿Se conformará el Gobierno con sus mediocres resultados actuales? ¿Cómo se replanteará la vacunación covid-19 de ahora en adelante, cuando el país se ha quedado prácticamente sin vacuna y no quieren comprar, aduciendo absurdos argumentos de «soberanía», cuando ya hay una ley que aprobó el Congreso, con la que se superó esa situación hace meses?»[3].
Mucha razón tiene la doctora Karin Slowing. Hasta el momento el gobierno no ha pasado de mendigar vacunas, cometer desacierto tras desacierto y ceder a otras dependencias dineros que habrían de estar sirviendo para hacerle frente a la pandemia.
De tal manera, esa vinculación que hace Bárbara Tuchman en cuanto la plaga del siglo XIV asociada a los cascos de jinetes que superan los cuatro de la visión de san Juan, se ha vuelto una constante histórica en nuestro país. Las ya de por sí averiadas defensas que teníamos antes de la crisis no dan para más y se hace necesario partir de cero para afrontar la pandemia y las perversidades que la acompañan.
Hay quienes piensan que los desatinos gubernamentales no son tales sino un continuo del genocidio. ¿Podrán las autoridades demostrar lo contrario? Sus acciones en las próximas semanas nos darán la respuesta.
[2] Tuchman, Bárbara W. (1979). Un espejo lejano. España: Argos Vergara. Pág. 13.
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