Desde la ventana, la bóveda de una iglesia del siglo XVII se dibuja sobre el perfil de un cielo razonablemente azul. Tengo en el cuerpo el cansancio de varios vuelos, la emoción de volver a ver a viejos amigos, la resaca de las botellas consumidas en los reencuentros y la necesidad de ponerme en la calle y caminar.
Mis pasos llegan al puente de la Tournelle, donde tengo una vista a la catedral de Notre Dame cubierta por las grúas que encaminan su reconstrucción. Es temprano: las hordas de turistas aún no han despertado. El silencio y un café para llevar se convierten en inesperados compañeros de viaje en mi camino junto al Sena, frente a Shakespeare and Company, librería icónica de París.
Mi meta para el día está clara. Y por eso tomamos camino al cementerio del Père Lachaise entre las bromas de mis hijas, que sugieren que estoy cumpliendo un deseo de la infancia. Llegamos junto con docenas de personas con la misma inconfesable intención, que le dan un vistazo al diagrama de la entrada y se dirigen disimuladamente hacia el camino de Lesseps.
Decido ignorar el consejo de conseguir un mapa, así que seguimos nuestro instinto y tropezamos con innumerables generales y mariscales, así como con Colette, Georges Rodenbach y Miguel Ángel Asturias, hasta que en un recodo del camino aparece una tumba que no posee la grandiosidad y solemnidad de otros panteones que la rodean, pero que tiene la particularidad de ser la única rodeada con una valla para desalentar a quienes se acercan. «ΚΑΤΑ ΤΟΝ ΔΑΙΜΟΝΑ ΕΑΥΤΟΥ», dice el epitafio en una lápida bastante gastada, que se puede traducir, según a quien se le pregunte, como «fiel a su propio destino» o «fiel a su propio demonio». Se trata de la tumba de James Douglas Morrison.
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El cementerio considera la tumba de Jim Morrison y a sus visitantes una molestia más que un beneficio. Puedo entender las razones. No soy el único que llega desde cualquier lugar del mundo para sacar fotografías del sitio donde terminó un alma atormentada por sus propios demonios. Y no pocos peregrinos han traído a los suyos propios a pasear sin correa y sin una bolsa plástica para recoger sus desperdicios.
Al alejarnos tropiezo con una tumba aún más sencilla y mucho más impresionante: la de Suzon Garrigues, una de las víctimas del ataque terrorista en el Bataclan en 2015, durante el concierto de Eagles of Death Metal. Y el muro exterior del cementerio, camino del metro, me deja en silencio recorriendo los nombres de los soldados muertos en la carnicería de la Primera Guerra Mundial.
El final del día me regala la oportunidad de conocer un pequeño ático, tal vez de cuatro metros cuadrados, destinado originalmente para el personal del servicio de una casa señorial en los alrededores de los jardines de Luxemburgo, ahora con amplias posibilidades de reconvertirse en un altamente rentable alojamiento de AirBNB. En el fondo de una canasta se asoma una moneda de 50 centavos de forinto, rastro de su último ocupante, y por la ventana se dibuja la bóveda de una iglesia sobre el perfil del cielo de un día de verano que se resiste a morir, fiel a su propio destino.
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