Son las calles de El álbum, de Aterciopelados, pero las luces de un bar en La Candelaria me reciben con estos versos:
When you’re strange,
faces come out of the rain.
When you’re strange,
no one remembers your name…
Año 2002. Los versos de People Are Strange retrataban a la perfección lo que sentía en medio de una mala racha desde la cual —y ya en mi segunda o tercera Club Colombia— podía entender que, luego de esa caminata durante la puesta del sol por Laurel Canyon, descrita por John Densmore en su libro Riders on the Storm: My Life with Jim Morrison and The Doors, Robby Krieger compusiera la canción con base en los versos de un deprimido Jim Morrison, que en un estado de euforia habría empezado a escribirla inmediatamente después de terminar la caminata.
Los versos de Morrison y la música de The Doors exploraron las fronteras del amor, de la inseguridad, del dolor y del éxtasis, que acabarían en 1971 en la bañera en París, no sin antes dejarnos cosas como When the Music Is Over, que contiene ese rabioso manifiesto: «We want the world and we want it now»; y Love Street, ese retrato de la calle en la que vivía Morrison con la misma Pamela Courson, que le dijo a la Policía francesa que ese hombre muerto en su bañera era un extraño, un amigo.
I see you live on Love Street.
There’s this store where the creatures meet.
I wonder what they do in there
summer Sunday and a year…
En defensa de Morrison hay que decir que jamás se calló, ni siquiera un poco. Al contrario de Eddie Vedder, que en 1992 se mordió los labios en su interpretación de Jeremy para no contradecir los dictados de la cadena MTV, Morrison no se ahorró una sola sílaba en el show de Ed Sullivan y cantó claramente: «We couldn’t get much higher», en contra de los deseos de la censura que le quisieron imponer.
Hay que decir también que existe una obsesión permanente con The Doors que puede tener capítulos felices como Scott Weiland interpretando Five to One o capítulos para el olvido como Marilyn Manson destrozando People Are Strange.
Escribir es enfrentarse al síndrome de la hoja en blanco con mayor o menor suerte. Ayer recordé Bogotá, el bar en La Candelaria, mi esquina en Usaquén y People Are Strange gracias a un reportaje de El Tiempo que habla de abril del 48, del asesinato de Gaitán y de la destrucción del centro histórico de la ciudad.
La siempre acogedora Bogotá, que al igual que otras ciudades andinas tiene ese talento de guardar eternos instantes de intenso silencio, que se escapan de pronto de las paredes de las casas coloniales hacia las calles y se convierten en ese viento que se te pasea por la espalda y te hace mirar de reojo, como tratando de adivinar la presencia de algo que se aleja despacio, silbando, merece algo mejor que ese ilustre monumento al clasismo que trae El Tiempo.
Dejo la computadora y esta entrada de La maquila para dedicarme a algo más mundano. Es el cumpleaños de mi hija menor. La despierto para ir a la escuela, y ella pregunta: «¿Es hoy mi cumpleaños de cinco?». «Sí, amor», respondo. «Bueno, las chicas de cinco necesitan dormir cinco minutos más», replica y se da la vuelta en la cama. Me deja sin otra respuesta que decir: «If I did anybody wrong, oh have mercy on me».
¿Me acompañan este sábado al Rock’ol Vuh para el homenaje a The Doors? Promete.
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