Culminó así un largo y tortuoso proceso iniciado casi diez años atrás con la iniciativa de paz regional liderada por el otrora presidente Cerezo y continuada por los sucesivos gobiernos incluyendo al golpista Serrano Elías. El proceso fue tan complicado que estuvo en peligro de interrumpirse más de una vez y con ello puso en riesgo la posibilidad de lograr al menos una paz formal, esto es, el cese al fuego. Quienes recordamos aún dicho evento, podemos evocar una Plaza de la Constitución a reventar como muy pocas veces se ha visto, con asistentes que llegaron de los cuatro puntos cardinales del país y asistimos, ya entrada la noche, a la firma del documento por parte de la delegación del Gobierno designada para el efecto y de la comandancia guerrillera.
Con ese acto se pretendió formalizar un proceso para consolidar lo que se llamó la paz firme y duradera. Dicho documento fue antecedido por una serie de acuerdos conocidos como los acuerdos sustantivos y los acuerdos operativos. Transcurridos quince años de la firma del acuerdo final de paz, conviene reflexionar si ahora contamos con mejores condiciones que nos permitan considerar si dicha paz es más firme y puede ser duradera como era la aspiración inicial. Considero que estas condiciones tienen que ver con dos aspectos fundamentales. El primer aspecto es el grado en el cual se les haya dado cumplimiento a los acuerdos de paz por parte del Estado de Guatemala. A este respecto, los diferentes balances realizados por entidades nacionales y algunas entidades externas, concluyen que aun persiste un alto grado de incumplimiento sustantivo de dichos acuerdos. Si bien se han registrado algunos avances formales (por ejemplo, creación de algunas entidades públicas), la parte sustancial de los acuerdos no se cumplido del todo (pensemos, por ejemplo, en la meta de recaudación fiscal).
Sin embargo, hay otro aspecto quizá más importante que conspira contra una paz firme y duradera. Este tiene que ver con la falta de una voluntad de Estado de construir una memoria histórica que permita a las generaciones del posconflicto conocer y reflexionar sobre la tragedia que significó el oscuro período de los 36 años transcurridos desde alzamiento rebelde en noviembre de 1960 al cese al fuego en diciembre de 1996. Mientras que algunos observadores internacionales lo han denominado guerra civil, las partes beligerantes lo han llamado enfrentamiento armado. Estos términos sin embargo no son válidos para las víctimas civiles, para quienes lo que se cometió puede considerarse como represión o, más claramente, como terrorismo de Estado. La ausencia de memoria histórica diseminada ampliamente en la sociedad ha permitido que sobrevivan, casi con carta de legitimidad, versiones de la historia que niegan el terror de Estado y que incluso justifican, disfrazadas de las diversas formas posibles, los atropellos cometidos contra la población civil e indefensa. Para corroborar esto, basta consultar algunas columnas de prensa para encontrar defensas oficiosas de los perpetradores del horror y que llegan al extremo incluso, de convertir en víctimas a quienes fueron los verdugos.
A la par de la desmemoria histórica, la paz firme y duradera se ve amenazada también por la impunidad que ampara a quienes cometieron crímenes de lesa humanidad. Mientras en otras latitudes se juzga a quienes en el pasado formaron parte de dictaduras militares y cometieron diversa clase de abusos con el pretexto de la seguridad nacional, en nuestro país las víctimas aún esperan el día en que los responsables intelectuales y materiales de los asesinatos, masacres, desapariciones y quema de viviendas o cosechas se pongan en el banquillo de los acusados y sean debidamente procesados. Más bien se busca toda clase de subterfugio para burlar o demorar la acción judicial. El liderazgo nacional que esté comprometido con la paz debe entender que para fortalecerla hay que superar la desmemoria y la impunidad.
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