Estudiar en un colegio en dónde se privilegiaba una cultura sobre otra –y por lo tanto también una historia−, me hizo reconocer en la universidad que muy poco sabía del país en donde estaba parada, y que por más que supiera de otras latitudes, no me ayudaba a comprender mi realidad. Hasta ese momento, la Historia de Guatemala se reducía a los libros de sociales, algunas visitas guiadas de un profesor de Historia –experto en arte, por cierto−, y lo que pescaba de algunas conversaciones con mi papá.
Ya a esta edad, me he dicho que la historia es más compleja que aprender de memoria datos, supuestos héroes, y fechas. Me digo que la Historia es un campo de lucha, por ejemplo, en donde unos quieren decir qué y cómo pasó; o que la Historia reta a poner en perspectiva el presente, convirtiéndose en medio para entender éste, pero también en fin, para comprender el pasado. También pensar en ella me hace preguntarme si se puede hablar de “historias”, es decir, de muchas historias que logren de alguna manera convertirse en una Historia, con mayúscula. ¿Quién legitima la Historia y al historiador o historiadora, quien decide qué es importante y qué no? Debe o es la verdad, eso tan cuestionado hoy, algo que se busca por la historia, o ¿de qué verdad hablamos? ¿Verdad de quién?
En Guatemala, la Historia es fundamental. Por eso, participando en un conversatorio de cierre de un evento que duró días y que se centraba en la Centroamérica del siglo XIX, escuché a historiadores de la talla de Gustavo Palma y Rodolfo Pastor. Ambos hablaban de una periodización diferente a la que estamos acostumbrados, sin ni siquiera encontrar el sentido. ¿La historia de Guatemala comienza en 1821, con una independencia con más de burla que de dignidad? Decidirse por una manera diferente de contar la historia de nuestro país y de sus múltiples pueblos, es también encontrarle un sentido diferente a la historia de hoy. Retomando una idea de Gustavo Palma, por qué no dejar una historia que gira alrededor de los sucesos políticos, y hacer que se centre también en las rebeldías. Tal vez encontraríamos en esta Historia Nacional de la Rebeldía, el camino del por qué y el para qué para continuarla hoy (como en Totonicapán, tan cerca de ese 4 de octubre en Alaska…).
Mientras le daba vueltas a esta idea que no era mía, me preguntaba sobre todo cómo abordar la historia reciente de la guerra en Guatemala. Me di cuenta que la historia de ese momento falta de una voz generacional, y lo digo así por lo siguiente: de esa generación no sólo tenemos mártires, sino también supervivientes. He encontrado entre lecturas y pláticas, a muchos que no estaban de acuerdo con el Estado y los Gobiernos de turno, pero tampoco lo estaban con la opción insurgente. Yo tengo mucho qué preguntar a esos hombres y mujeres que se alejaron por varias razones de uno de los caminos críticos −por “revisionistas”, por “derechas” al ser socialdemócratas, por ser vistos falsamente como “cobardes” sin siquiera preguntarles qué pensaban…− y optaron por otro andar. Me interesa, porque creo que falta esa postura crítica para entender mejor las terribles décadas de 1970 y 1980. Yo no creo que haya “buena” y “mala” Historia, creo que hay Historia simplemente. Mientras más participativa sea esta historia, tendremos más oportunidad de conocerla mejor.
Seguramente existen otros elementos para repensar nuestra historia, de repensarnos. Pero, la importancia de la Historia, según lo que veo, es que nos permite, como personas, entender quiénes somos y qué vivimos, y porqué vivimos lo que nos ha tocado soportar, cuando la Historia trata de Guatemala, por ejemplo. Debe ser una historia que busque las explicaciones de los procesos, de las situaciones, de los contextos, de la historia misma, y debe ser ahí que se encuentre una verdad que dé cuenta de la vida en sociedad. No puede ser una historia relativa, o complaciente, una historia que oculte, sino más bien, que desde métodos confiables, sea lo más apegado a la realidad, a la manera en cómo sucedió y se vivió.
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