Con relación a los avances científicos, de volar tan solo una centena de metros allá por 1909 se logró llegar al espacio interestelar antes de que culminara la centuria pasada. De operar sin anestesia, como se realizaban los procedimientos quirúrgicos en la Edad Media, se alcanzó y sobrepasó la era anestésica. De enviar correos a caballo se llegó a la era de la hiperconectividad y a la febril actividad de las redes infoelectrónicas. Y también, so pretexto del progreso económico, se comenzó a perturbar a la naturaleza como nunca antes había sido trastocada.
Esas perturbaciones a la naturaleza, sin lugar a dudas, corresponden a los afanes no de cuatro, sino de muchos jinetes del apocalipsis, y está asentada única y exclusivamente en la ambición, en el deseo insano de hacer dinero fácil y a corto plazo. Como muestra, baste con saber que la tala de los árboles en América Latina es tan agresiva en ciertos lugares de América del Sur y de Centroamérica que, de no detenerse, no habrá bosques para el año 2060. Se tala a razón de ocho explanadas del tamaño de un campo de futbol por minuto. De continuar así, el mundo entero tendrá serios problemas de aireación dentro de 50 años. Y todo, en las supuestas aras de la civilización y del florecimiento económico.
En orden a las pandemias, aunque dos han impactado como nunca antes en la historia conocida (gripe española y covid-19), ha habido otras de predecibles consecuencias porque se contaba con los medicamentos para hacerles frente. Tal es el caso de la pandemia de influenza AH1N1 sucedida entre los años 2009 y 2010, que fue combatida con Oseltamivir. Pero ahora, no obstante los avances científicos, pareciera que estamos como entre los años 1348 y 1350: con miles de personas contaminándose y falleciendo diariamente y con los Gobiernos sin la mínima capacidad de reacción para proteger y ayudar a la población. Destaca, sí, la capacidad de medrar de los mandamases de turno.
Este artículo lo escribí el día 3 de septiembre recién pasado en el momento en que la tormenta tropical Nana se degradaba a depresión tropical sobre los territorios de Alta Verapaz. La lluvia amainaba rápidamente. Pensé en ese momento: «¿Qué nos habría ocurrido si la dicha tormenta se hubiese convertido en un huracán de nivel 5?». No quise ni imaginarlo porque en el norte de Guatemala ni albergues se habilitaron. Y si se hubiesen dispuesto, no habrían pasado de ser unos antros de hacinamiento humano con las sabidas consecuencias por la contaminación generalizada.
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Recordé entonces el comentario de un amigo belga experto en prevención de desastres acerca del manejo de las catástrofes en Guatemala: «Más allá del latrocinio que cometen sus líderes en los momentos de crisis y ante lo cual la población nada hace, los ciudadanos guatemaltecos no aprenden de sus calamidades. Por esa terrible condición viven en una eterna incertidumbre. Además, no se dan cuenta de que sus gobernantes, siendo reyezuelos de color blanco, se postran ante un insignificante peón de la oscuridad cuando este proviene de los amos de la mal llamada economía». Me lo dijo durante un congreso de medicina para la prevención de desastres, en México, en 1989.
Como un providencial destello de luz (que minimizó mis incertidumbres) me llegó en ese preciso instante, por medio de un chat, el mensaje del papa Francisco para la Jornada Mundial de Oración por el Cuidado de la Creación. Me impactó uno de los párrafos del numeral 2, que textualmente dice: «También debemos volver a escuchar la tierra [...] Hoy la voz de la creación nos urge, alarmada, a regresar al lugar correcto en el orden natural, a recordar que somos parte, no dueños, de la red interconectada de la vida. La desintegración de la biodiversidad, el vertiginoso incremento de los desastres climáticos, el impacto desigual de la pandemia en curso sobre los más pobres y frágiles son señales de alarma ante la codicia desenfrenada del consumo».
Y se renovó así mi confianza en un mundo mejor después de la pandemia. Siempre y cuando eliminemos de nuestras sociedades ese dinamismo del mal que no pocos perversos llaman economía en perjuicio de la ciencia que pondera la producción de la riqueza para satisfacer las necesidades humanas.
Al entendido, por señas.
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