Es la mañana de un domingo apacible. Estamos sentados en la entrada de la Plaza Vivar, comiendo pan recién salido de los hornos de la “Berna” una magnífica panadería que está adentro. Por la sexta avenida, pasan riadas de gente que a veces se detienen a mirar al hombre que frente a nosotros, finge ser una estatua de bronce.
Cuatro niños disfrutan mirándolo, caminado como un robot, uno decimonónico que saluda levantando la chistera. Sus padres lo miran con la misma risa inocente y luego se marchan. No parece recibir muchas monedas el hombre, pero sigue ahí, procurándoselo.
Dos mujeres pasan discutiendo en su lengua. Las separa un hombre. A una de ellas, le da el sol sobre el rostro y puedo ver su rabia. El hombre estira los brazos para separarlas pero no llega a ser suficiente, cuando al llegar al semáforo, ambas entran en una gresca que resuelven a golpes.
No puedo ver qué sucede porque la calle se llena de gente que aparece de la nada. La estatua humana pasa desapercibida mientras todos están obnubilados con la pelea. Es un acto pesado. De pronto la gente se dispersa y no veo más a las mujeres. Decidimos irnos a casa, porque el ambiente estaba caldeado.
La noche anterior había bebido cerveza artesanal, demasiada. Así que necesitaba tomar una siesta profunda. Me despertaron los gritos de un hombre en el condominio. Mis alegres ex vecinos. Un hombre de unos veintiocho años, gritándole a su madre que la odia. Los miro por la ventana, con el mismo asombro y pena con el que se mira un accidente de tráfico. Tratando de descifrar qué pasó.
A pesar de todo, es una tarde cálida y en el momento en que el hombre se larga en el auto, los niños vuelven a salir a jugar a los jardines y algunas personas se quedan comentando el suceso con los brazos cruzados y murmullos.
Me derrumbaron la idea de la siesta prolongada. Así que me entretengo en el internet. Está lleno de noticias de una turba que tomó el Centro, a dos calles de donde estuve hace unas horas. Hubo un asalto y la gente cercó a los sospechosos. Los bomberos llegaron al rescate de los heridos y la turba se enfrentó a ellos como a un enemigo. Caray. Las bestias andan sueltas y agitadas. ¿Quién las azuzó?
El sábado mataron más policías. Y la respuesta de nuestra política de seguridad es que Otto salga en su moto. Joder. A ver si Otto saca la moto hoy y salva al bombero. Qué clase de farsa. Sobre todo cuando pienso en lo mucho que se trabaja en el Ministerio de Gobernación en tratar de aplacar con pocos recursos una oleada criminal de tal magnitud y lo poco que se trabaja desde los otros ministerios en Prevención.
Como los programas de Escuelas Abiertas que no existen más. Una de las pocas posibilidades en las que la gente pueda expresar sus frustraciones por medios menos violentos. De convivir en comunidad, de crear un lenguaje menos agresivo. Como toda la inversión en disminuir la desigualdad que ahora es una nada.
El país puede prenderse en llamas, que hará falta poco para que pase y la respuesta es que Otto salga en la moto. Como un Ghost Rider venido a menos. Como una invocación al cadáver de Ubico, como el Mío Cid de las batallas perdidas. Qué gracia. Quiero ver a quién inventan de Némesis ahora que el Smiley y Gándara están en la cárcel, no hay helicópteros que vuelen por las noches vigilando al archienemigo y la ciudad estalla cualquier tarde de domingo.
Fotogalería: Una turba en el centro
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