Les comenté que no me parecía nada raro que no supiera este dato, pues también era probable que ellos mismos desconocieran otros, peor aún, de nuestra propia historia. Por ejemplo, les dije: “¿Quién fue el primer presidente de la Revolución de Octubre?”. Los rostros mostraron una expresión de desconcierto, se hizo el silencio y con la mirada en el vacío, vi sus ojos entrecerrados buscando en los hilos de la memoria este nombre. De pronto emergió una voz bastante insegura que murmuró: “¿Ubico?”, y otra más segura expresó contundente: “No. Fue Justo Rufino Barrios”.
Sirva esta anécdota para reflexionar un poco sobre el estudio de nuestra Historia. Y lo digo porque sé que algunos de nuestros jóvenes intelectuales dicen que ya están cansados de oír hablar de la Revolución de Octubre, por ejemplo. Comprendo su molestia y creo entender hacia dónde se dirigen sus críticas. Sin embargo, en este caso no estoy de acuerdo con sus opiniones.
Es un hecho que mientras estuvieron vivos, algunos de los protagonistas de la Revolución de Octubre se hicieron notar en el ámbito intelectual de nuestro país, a veces de manera quizás un poco exagerada. Asimismo, esta gesta se ha exaltado durante décadas y se han mostrado sus aciertos, minimizando y a veces hasta ocultando sus desaciertos. Sin embargo, hoy que trato de verlo de manera desapasionada y objetiva, para mí sigue siendo una verdad que en medio de todos los errores que se cometieron, de las injusticias, que también las hubo, de las exclusiones y discriminaciones (recuerdo en este sentido el testimonio de Cardoza y Aragón que expresó cómo el país lo “expulsó minuciosamente”), esos diez años fueron los más dignos de nuestra Historia.
Y sobre esa dignidad, sobre esa certeza de saber que como sociedad en un tiempo no tan lejano pudimos ser y fuimos mejores, estoy convencida que vale la pena hablar, insistir, reiterar hasta el cansancio. Sobre todo entre esa juventud que mira con desaliento y total falta de esperanza su entorno, y ve con un anhelo casi desenfrenado la posibilidad de irse de Guatemala y no volver jamás.
Surge entonces, considero, la necesidad de cuestionarnos de nuevo sobre temas tan generales como si, ¿debemos o no estudiar Historia? ¿Sirve para algo? Aunque las respuestas caigan por su propio peso, para algunos todavía no queda claro, pues creen que no es útil ni efectivo. No obstante, me pregunto, ¿de qué otra manera -si no es a través del estudio de nuestro pasado- un joven puede comprender por qué “estamos como estamos”? ¿De qué otra forma puede aprender a amar su patria, a las personas que la habitan, si no es por medio de la comprensión de su situación, de sus luchas, de sus triunfos y fracasos? ¿De qué otra manera puede aprenderse a no cometer una y otra vez los mismos errores? Personalmente estoy convencida que sólo a través del estudio de saber quiénes fuimos, quiénes somos, quiénes podríamos llegar a ser. Aun cuando estas preguntas y sus respuestas suenen como si estuviese descubriendo el agua azucarada.
Y sí, lo reconozco, a riesgo de parecer anticuada o fuera de lugar, si pudiera elegir entre una sociedad que carece de memoria histórica como la nuestra y otra que exaltara su historia con excesos, me quedaría con esta última. Reconozco también que me gustaría que mi sociedad fuera más luchadora, más esperanzada, más pujante, más cuestionadora, más beligerante. De esto también estoy convencida, sólo podremos empezar a lograrlo cuando el estudio de nuestra Historia sea efectivo y constante.
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