En nuestras casas nos aislamos en colonias cerradas, garitas, altas paredes, barrotes y alarmas. En las zonas urbanas, cada vez es más raro que conozcamos a nuestros vecinos: podemos pasar años en un lugar sin siquiera conocerlos. Además, lo que pasa fuera de nuestro perímetro no es problema nuestro.
En la calle, quienes tenemos la posibilidad de evitar el uso del transporte público lo hacemos. Vamos en nuestros automóviles —uno por persona— con los vidrios polarizados, conduciendo hasta con un sexto sentido para tratar de identificar un posible ataque de una moto o de un peatón. También estamos dispuestos a tirarle el carro e insultar a otro conductor, o bien al policía de Tránsito.
Si vamos en transporte público, vamos pendientes de nuestras pertenencias. Desconfiamos del que aborda; del que va al lado, enfrente o atrás. En las paradas de buses y cuando vamos caminando por la calle, cualquiera es un potencial enemigo o victimario. Preferimos no voltear a ver a esa persona que está pidiendo limosna. Ya no nos vemos las caras ni nos vemos a los ojos, lo que facilita la deshumanización del otro.
No tenemos muchos espacios públicos en los que podamos coincidir, espacios que no estén llenos de filtros para clasificar al público (como la ubicación o los precios). De hecho, algunos lugares lo que generan es violencia a través de la exclusión, como si se tratara de un apartheid con barreras tácitas e implícitas.
En los hogares, cuántos hijos, hijas y madres viven con historias de violencia silenciadas (incluso arrastradas desde generaciones pasadas), generalmente protagonizadas por las cabezas del hogar, condición que les otorga un autoritarismo total.
En los centros educativos se ven patojas y patojos aislados, callados… sin brillo. Y sobre ello no se averigua más, pues son situaciones de su ámbito privado, en el que no nos involucramos. También están los patojos brincones, esos que arman peleas, y aquel que no entra es tildado de hueco. En las chamuscas o en los estadios de futbol, las acciones y reacciones más placenteras son las violentas: insultar verbalmente o agredir físicamente.
Frente a los hechos delictivos de los que somos objeto o testigos, como los asaltos, muchas veces optamos por callar y no denunciar. Y con mucha razón, pues hay desconfianza en las autoridades, ausencia de garantías y miedo, sumados a la impotencia y a la indiferencia. Pero también se dan otros hechos de violencia en los que una coincidencia de factores permite responder con más violencia. Los más claros ejemplos son los linchamientos, las ejecuciones extrajudiciales y otras acciones que implican justicia por mano propia.
El miedo ha sido una constante en la historia de este país, paralelo al uso de la violencia. Ese miedo que nos paraliza y aísla nos quita el brillo y provoca el brote de una coraza como mecanismo de adaptación.
Con cada hecho de violencia van apareciendo nuevas heridas sin que aún hayan sanado las pasadas. Y no me refiero solo a nivel personal, sino como sociedad: acumulamos heridas, frustraciones, sufrimientos, odios, etc., que van debilitando cada día más el tejido social, el sentido de comunidad, el encontrarnos en las otras y los otros.
El aislamiento, la indiferencia y las reacciones violentas les echan sal a estas heridas. Con todo esto, es válido cuestionarnos en qué tipo de sociedad estamos viviendo, con cuántas heridas y traumas nos estamos moviendo y hacia dónde nos estamos dirigiendo. Todo ello, mientras miramos la vida pasar.
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