Para el lector despistado, conviene poner el sarcasmo en contexto. Hace unos meses publicamos un artículo de opinión en la revista Contrapoder. El texto era un canto por la mejora de la calidad del análisis político en el país y por comunicarlo de manera adecuada en los medios de comunicación masiva. Cuestionábamos, especialmente, la idea de que las élites en Guatemala son monolíticas e inmutables y proponíamos que existen muchos poderes que compiten de forma dinámica entre sí, incluso dentro de la élite económica, y que por lo tanto ganan y pierden alternativamente.
La respuesta fue muy satisfactoria y abundante, empezando por un artículo de Edelberto Torres Rivas, a quien agradecemos la atención prestada. En su texto reconoce y reta a las futuras generaciones del país a comprender, por un lado, la «metamorfosis de la oligarquía» a partir de la década de 1960; y por otro, la apuesta democrática que realiza el Ejército en la década de 1980. En ese mismo sentido, mientras Carlos Mendoza nos recordaba que a veces existen fenómenos difíciles de estudiar, lo anterior no impide que nos acerquemos a ellos con instrumental empírico para mejorar nuestra comprensión de la realidad guatemalteca.
Ahora bien, entre las otras respuestas que recibimos, curiosamente la discusión derivó hacia reflexiones que no anticipamos y que se pueden resumir de la siguiente manera: o hacer ciencia social es imposible, o sí es posible, pero lo único que hace nuestro artículo es defender a quienes firman nuestros cheques, quienes, reza la lógica de esa reflexión, son los poderes ocultos del país, los amos de Guatemala.
En cuanto al primer argumento, reconocemos que este medio no es el lugar para empezar un debate sobre la filosofía de la ciencia. Un ejercicio de esas dimensiones merece ser tratado en publicaciones especializadas y en congresos profesionales. Se puede dudar de la razón, de la realidad en sí y del lenguaje como herramienta, pero las discusiones sobre lo que vemos son estériles si no se da un salto de fe, una base sobre la que partir. Y esta es la nuestra: la investigación politológica debe, en primer lugar, desarrollar definiciones aceptadas como descripción de una situación observable; seguidamente, y ya con una buena batería de conceptos, comenzar a cuantificar o categorizar; y por último, verificar hipótesis para desarrollar teorías generales. Los caminos son múltiples, y nadie tiene una receta perfecta. La discusión es necesaria, pero una cosa es hablar sobre los límites del análisis empírico (muchos, muchísimos) y otra dudar de que la realidad exista.
En cuanto al segundo argumento, la discusión se pone más interesante. Tanto que inspira el título de este artículo. Colegas como Álvaro Velásquez, Jorge Mario Rodríguez y Hugo Novales ven en nosotros (conscientes o inconscientes de ello) extensiones del poder (oscuro) que pretende permanecer oculto para operar con impunidad. Para ello, nuestro artículo original serviría de cortina de humo. Esta idea se sintetiza en esta frase que escribe uno de ellos: «¿A quién se cubre cuando se prohíbe llamar oligarquía a la oligarquía?». Pareciera que afirmar que la empresarialidad organizada no es el único poder y que en fases de la competencia puede perder y de facto pierde es una herejía malintencionada. ¿En qué estado estarán las ciencias sociales, o mejor dicho las relaciones sociales en Guatemala, para que muchas de las respuestas que recibimos a nuestro cuestionamiento hayan sido de dicha naturaleza? Vaya ambiente favorable a la duda, al sano escepticismo, a la posibilidad de ciencia.
Hablemos con honestidad. Con todo el agradecimiento y el respeto que nuestros colegas se merecen por el tiempo invertido en la discusión, hay que decir que esa actitud es desatinada. Al margen del argumento ad hominem un tanto descortés que encierra, el problema es que dicha lógica lleva a un callejón sin salida donde la desconfianza y el escepticismo cínico generarían inacción. Finalmente, si la élite guatemalteca es monolítica e inmutable, incluso después del conflicto armado interno, ¿para qué hacer políticas públicas?, ¿para qué esforzarnos por cambiar el país?
Claro, existe una tercera alternativa. No somos ni mercaderes de ideas con una gran alcancía ni intelectuales orgánicos con vendas en los ojos. Somos más bien académicos, y lo que nos interesa son las ideas relevantes para comprender Guatemala y formar nuevas generaciones capaces de mejorar el país.
El análisis de poderes en un espacio sociopolítico determinado debe partir, en primer lugar, de una adecuada definición de élite, que muchas veces brilla por su ausencia. La teoría clásica de élites, con autores como Pareto, Mosca o Weber, hizo grandes aportes. Pero también autores más actuales como Robert Putnam, Michael Hartmann, Michael Burton o John Higley han profundizado en el estudio de las élites que compiten en los sistemas políticos liberal-democráticos que imperan —con sus defectos y particularidades— también en los sistemas presentes en el continente americano.
Mencionamos dos aportes que serían útiles para la academia guatemalteca al momento de discutir sobre élites. John Higley y Michael Burton, en su trabajo Elite Foundation of Liberal Democracies (2006), definen a las élites como «personas que, fruto de su posición estratégica en organizaciones y movimientos poderosos, afectan el ambiente político —y sus resultados— regular y sustancialmente». Dicha definición es general y dinámica. Acepta el cambio. Las élites compiten constantemente y, sí, existen muchas. El segundo aporte es de Robert Putnam, quien presenta tres formas para evidenciar la existencia de una élite. En primer lugar, hay que observar la estrategia posicional del actor; en segundo lugar, ver su reputación; por último, analizar su capacidad a la hora de influir en la toma de decisiones. El problema radica en que, cuando se intenta pasar a la segunda y a la tercera fase, el proceso se complica, como lo reconoce la politóloga Edurne Uriarte. Ello limita la capacidad de desarrollar un buen análisis y mapeo de élites, pues muchas veces, por dificultad a la hora de generar datos fiables, estos son ab initio deficientes. El resultado es obvio: calidad baja y conocimiento distorsionado. De ahí que muchas veces sea fácil hablar de poderes ocultos manejando el país. Sin embargo, lo fácil no es lo deseable.
¿Cómo se concreta esto para Guatemala? Los empresarios siguen influyendo, y mucho. Finalmente, la recaudación tributaria está altamente concentrada en unas cuantas empresas. Eso no lo niega nadie. Pero ¿siguen siendo los cafetaleros quienes dirigen el país? ¿Acaso no se ha vuelto igual de importante el aporte del azúcar en la economía del país? ¿Hasta qué punto, entonces, coinciden los intereses de los cafetaleros y de los azucareros? Más allá del agro y volviendo a la pregunta de don Edelberto, ¿cómo comprendemos el «ascenso de las élites industriales» en las últimas décadas y de qué manera chocan sus intereses con los del sector agrícola? ¿Acaso el desarrollo industrial y comercial no se ha vinculado con procesos de desarrollo económico inclusivos, como sucedió en Alemania, Corea del Sur y Japón? Comprender esas diferencias, esos matices, permitiría realizar mejores análisis de la situación del país.
Para finalizar, cabe rescatar algo que escribió don Edelberto Torres Rivas en su respuesta: «Hay que discutir, debatir, pensar […] Hay muchas cosas serias por hacer en el mundo de las ideas». Nosotros añadimos: «Y también en el mundo real». Porque las ideas tienen consecuencias. Es necesario que discutamos, debatamos, pensemos. Eso sí, aceptando unas mínimas reglas científicas y de cortesía. Nos gustó la sensación de abrir un debate, necesario para la mejora de la comprensión de la realidad política guatemalteca. Sigamos discutiendo.
Más de este autor