Pero me desanima pensar en lo que no es por lo que no fue, o sea, en cómo la vida de millones de guatemaltecos no pudieron fructificar en casi cuatro generaciones, al ser derrocado el segundo gobierno democrático de la Revolución, diez años después.
Las conmemoraciones y el análisis sobre el legado revolucionario y lo que implicó su interrupción, siguen nutriendo el imaginario social con cuestionamientos, descontento, rabia, nostalgia o indagación por lo que hubiera podido devenir este proyecto político para la sociedad guatemalteca. Los logros alcanzados en tan solo diez años dan pie para pensar que como mínimo se gozaría de indicadores sociales y políticos similares a Costa Rica o Taiwán, isla donde los Estados Unidos sí intervinieron pero para apoyar una reforma agraria en la misma década.
Hace unos días, durante una conversación con estudiantes de maestría en políticas públicas, la ex Secretaria de Estado, Madeleine Albright, puntualizaba algunos rasgos de la política exterior estadounidense en la actualidad. Mientras declaraba que seguía creyendo en la excepcionalidad estadounidense dado su poderío militar, económico y político, no tenía empacho en admitir que la situación en el Medio Oriente, especialmente en Irak y Siria, era demasiado complicada y no había claridad sobre lo que sucedía.
Si bien se consideran una superpotencia pero ya no más “los gendarmes” del mundo, los Estados Unidos no (des)aprenden de las lecciones del pasado; cada administración perdida en las interpretaciones de sus intereses nacionales, sobre todo si se toca el nervio central de sus intereses económicos o el de sus socios, como fue el caso guatemalteco con la Compañía Frutera en plena Guerra Fría.
Lo paradójico es que el ideario de la Revolución era muy similar al diseño de una nueva sociedad que los dos presidentes Roosevelt diseñaron para su país, primero con el Square Deal de Teddy Roosevelt, y luego con el New Deal de Franklin D. Roosevelt. Y lo más frustrante es que las reformas sociales tanto de Arévalo como de Arbenz, se inscribían dentro del sistema capitalista, aunque conscientes de que el gobierno podía jugar un papel rector en la modernización del país por medio de leyes, regulaciones y políticas sociales y laborales que frenaran la codicia y los excesos de los más aventajados para la creación de una fuerte clase media.
Este mes, también se cumplieron 54 años del comienzo del embargo estadounidense en Cuba, un año después del triunfo de la revolución cubana. Hoy leemos que el Secretario de Estado, John Kerry, alaba la colosal labor de los cubanos que han enviado a cientos de médicos a África para atender a los enfermos de ébola, mientras que este gobierno, con todo ese poderío del cual presume Albright, envió a cientos de soldados.
Pero pocos hablan de normalizar las relaciones con la isla y acabar con el absurdo e inhumano embargo, o sacarla de la lista de Estados que promueven terrorismo. Lo más irónico es que el presidente que llegó a pedir perdón a Guatemala por los errores de su gobierno durante el conflicto armado, es el mismo que selló la oportunidad de una apertura real con la isla: Bill Clinton. En 1996, por razones electorales, Clinton firma la ley Helms-Burton para responder al electorado cubano de Miami, que incluye una cláusula específica de embargo a la isla, sustituyendo la prerrogativa presidencial por la del Congreso para cambiar sanciones contra Cuba.
Ante la crisis institucional y de liderazgos que Guatemala atraviesa, hoy las fuerzas ciudadanas siguen organizándose para rescatar la democracia. Washington lo sabe también. La pregunta es qué papel jugará 70 años después: ¿el de un adversario celoso y protector de sus intereses, temeroso ante nuevas agendas revolucionarias; o el de un socio que coadyuve en los intereses estratégicos de ambos países y que apueste por una vigorosa clase media, más allá de una agenda neoliberal y de seguridad?
Más de este autor