Pareciera que nos hemos adaptado a vivir por siglos en un país sumamente desigual y empobrecido, un pequeño territorio del planeta que alberga personas que comparten el gentilicio guatemalteco o guatemalteca, aunque no tengan nada más en común, especialmente en cuanto a derechos y oportunidades.
Nos hemos acostumbrado a vivir en un país en el que los pobres son muchos y los contamos con una medida ridícula, esa que toma en cuenta solo a los que ganan menos de dos dólares al día (¿acaso vivir con tres, cinco o diez dólares al día, sin prestaciones, para mantener a una familia ya no es pobreza?). Estamos habituados a que los pobres se mueran, a que se maten entre ellos. Tal vez creemos que lo merecen o tal vez no, pero su muerte ayuda a reducir esa gran masa de pobres.
Hoy en día las guatemaltecas y los guatemaltecos de la capital tenemos la capacidad de indignarnos por un hecho de violencia que sufre alguien, pero no cualquiera, pues no cualquiera de las diez o veinte personas que mueren en un día es sujeto de indignación pública, lamento o coraje por la impunidad que lo acompañará por la eternidad.
En el imaginario colectivo están aquellas muertes dignas de lamentar. La muerte de alguien a quien la sociedad valora como importante o positivo. No digo que no lo sea, pero parece que le asignamos un valor significativo por sobre los considerados comunes y corrientes: aquellos que habitan en áreas marginalizadas, que no estudian o lo hacen en instituciones públicas, que no tienen apellido de ascendencia extranjera o que no son profesionales. En fin, todos aquellos a los que podemos ver como el otro, de cuyos problemas y sufrimientos podemos distanciarnos y desligarnos.
Cuando hay personas que se deciden a salir a la calle y exigir “ya no más violencia”, movidas por aquellas muertes que sí las indignan, en realidad a mí poco me transmiten y me hacen sentir. Está bien, se dice que están allí porque todos los días hay muertes y todas duelen, pero la verdad es que solo una es la que movió y empujó a la acción individual y colectiva, muchas veces no sostenida en el tiempo.
En primer lugar, este tipo de acciones quiere decir que no nos indignamos igual por toda la violencia, en sus distintas dimensiones y manifestaciones. Nos indignamos solo por la violencia expresada en una muerte, pero no por la de cualquiera, sino por la de alguien a quien la sociedad le asigna un valor positivo.
No nos indigna ni nos moviliza que la mitad de los niños menores de cinco años sufran desnutrición crónica. Tampoco el 54 % de pobreza, la inoperancia de los sistemas de educación y salud, la explotación laboral, la trata de personas, los migrantes, el racismo y el machismo. No indigna que los megaproyectos estén haciendo valer su visión de desarrollo a costa de sangre e intimidación, así como tampoco indignan los aún desaparecidos de la guerra y los victimarios en total impunidad. En fin, somos capaces de ver todas estas noticias en horario familiar y esperarlas como si fuera la novela justo a la hora de cenar.
El hecho de que solo podamos indignarnos y movilizarnos por ciertas muertes, y no por todas ni por las múltiples formas que adquiere la violencia a diario, significa que aún no hemos encontrado la relación entre las condiciones históricas y estructurales que nos hacen vivir en esta Guatemala y la violencia homicida, lo que en buena medida nos condena a seguir viviendo en un estado de beneficio para pocos y perjuicio para muchos, donde no todas las vidas valen lo mismo.
Más de este autor