No hay programa de gobierno ni concurso de creatividad que no contemple a “los jóvenes” como meta objetivo o recurso retórico. Si vas a salvar al mundo, asegúrate de que los jóvenes sean tu marca de campo. Si vas a solucionar un problema, asegúrate de que los jóvenes te hagan la chamba gratis (a través de algún concurso de esos de vamosapremiarlacreatividadvenyapúntate).
Pones a unos jóvenes en la foto, te aplauden, los dejas hablar. Si te gritan y se quejan es aún mejor (el espectáculo de la queja nunca falta), te vistes de pluralidad. En una de ésas les das un espacio, los invitas a que definan las rutas para las políticas públicas que deberán atenderlos, enfocas cámaras y te llenas el alma de gloria. Y puede que hasta sea sincera la preocupación. Más allá del cinismo que tal vez abrace a algunos, no dudo en que para la mayoría la preocupación por la juventud sea sincera.
Lo que perturba es el ángulo de la cámara.
Porque la sola mención de la juventud, como problema, evidencia la fractura narrativa de un sistema que no supo integrar demanda laboral, perspectivas económicas y desarrollo individual. Los jóvenes pasaron de ser “sólo” un problema para la incorporación al mercado de trabajo, a una franja demográfica con voz y escenarios propios. Y en la atención fragmentada se resquebrajó la posibilidad de aprehenderlos en su integralidad y construir mejores referentes.
Si ya decidimos, social y culturalmente, que los jóvenes (estamos hablando de las personas que tienen entre 17 y 25 años de edad) son actores en sí mismos, se nos pasó trabajar en el desarrollo de un espacio significativo para la construcción de otras utopías. Porque, además, ganó la visión de fragmento: especializamos la observación en ese segmento de edad sin reconocer su vinculación con el resto del espectro demográfico. Pareciera casi la “dictadura de la juventud”: ellos dicen, mandan, opinan. Y que el resto… se joda.
Pero lo cierto es que ni así estamos atendiendo la cuestión.
La diputada Liz Gamboa Song (del Partido Revolucionario Institucional) presentó hace unos días una iniciativa para reducir de 21 a 18 años la edad de los mexicanos para ser votados. El argumento es que si a los 18 años alguien ya puede votar y ya tiene la condición de ciudadano, debería también poder ser votado. Dice la diputada Gamboa que de esta manera, “más de 3 millones de jóvenes podrían aspirar a ser votados”. Y sí, me parece que el debate vale la pena. No porque crea que alguien a los 18 años pueda ser mejor o peor diputado que otro. Sino porque nos obligaría a poner sobre la mesa qué estamos haciendo en nuestro discurso hacia la juventud.
Los jóvenes que hoy tienen entre 17 y 25 años constituyen la generación que, presumiblemente, es la más amiga de sus padres: no hay fractura narrativa en el continuo generacional, ni siquiera para afirmarse en su individualidad. Padres (o tutores o profesores o…) tienen una interlocución co-dependiente con sus hijos que los hace partícipes de todas, de todas las decisiones de estos [me contaba el otro día una persona que cada vez que su hijo se porta mal en la escuela, ella tiene que ir a presentar el tema de la clase ante todo el salón; ¡ya me imagino a mi padre yendo a presentar las partes de la flor ante el salón de mi primaria!].
Hay a la vez proyección y deseo en la mirada de los adultos hacia los jóvenes [cuando las manifestaciones del #YoSoy132, muchos papás veían con lágrimas de orgullo a sus retoños mientras exclamaban “¡qué bueno que ellos sí se movilizaron!”], pero también una enorme desconfianza ante su capacidad de tomar las riendas de su vida en manos propias [al sondear en diferentes foros acerca de la propuesta de la diputada Gamboa, fueron los padres los que me respondían que ¡claro que no!, sus hijos aún son muy inmaduros para tomar decisiones, para ser diputados.] Es pues ambivalente, por decir lo menos, nuestra relación con “los jóvenes”.
Cuando se habla de abrir oportunidades a los jóvenes [incluidos los buenos deseos expresados en las políticas para la prevención y la reconstrucción social anunciadas recientemente por el gobierno federal] se aísla el fenómeno para atender el accidente. Pero tal vez es hora de que regresemos al fenómeno.
Que los jóvenes estén desilusionados con las instituciones, con las autoridades, me parece menos grave. Que su perfil de consumo cultural y su horizonte de desarrollo humano sea igual o menor al de sus mayores, me parece más atendible. Que estemos frente a una generación estresada, presionada, que se mira en un espejo de tiempo constreñido y se refugia en un presente perpetuo, que tiene más noción individual y escasa vocación colectiva, que se refugia en la solución inmediata ante la ausencia de un horizonte significativo, me parece muy grave. No aislemos a la juventud del resto del espectro demográfico. Entenderla en sí misma es debilitarla. Intentemos leerla en su diálogo con las edades que la hacen ser.
Ya le dimos vida a la juventud, no la asfixiemos en aislamiento.
Siempre he dicho que en principio, ser joven es una condición biológica. Eso, en sí mismo, carece de gracia. Ser reconocido como joven es una distinción: de pensamiento, de horizonte, de transformación. No miremos con temblorosa culpa a “los jóvenes” y cedamos el micrófono sólo porque sí. Me parece reto mayor integrarnos en una narrativa comprehensiva que permita la construcción de mejores universos.
Sólo porque sí.
O porque creo que es posible.
O porque deseo que así sea.
* Publicado en Animal Político, 25 de febrero
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