La crisis de la democracia liberal no es cuento nuevo. Y esta historia se trata —sí, pero no solo— de la caducidad de un modelo que no cumplió sus promesas de representación popular. Se trata, además, de que el alimento, el bienestar y la subsistencia material están en juego. Sea en Grecia o en Túnez, cuando asoma el fantasma del hambre y la escasez, las cosas se salen de control. Máxime si es el costo de un descarado rescate del capital de unos pocos en medio de bancarrotas naciona...
La crisis de la democracia liberal no es cuento nuevo. Y esta historia se trata —sí, pero no solo— de la caducidad de un modelo que no cumplió sus promesas de representación popular. Se trata, además, de que el alimento, el bienestar y la subsistencia material están en juego. Sea en Grecia o en Túnez, cuando asoma el fantasma del hambre y la escasez, las cosas se salen de control. Máxime si es el costo de un descarado rescate del capital de unos pocos en medio de bancarrotas nacionales. Esta lluvia de señales es muy elocuente: nos dice que, en cualquier lugar, cualquier ser humano con tripas y conciencia de la fatalidad y la injusticia toma medidas de hecho.
Más allá de las particularidades históricas y políticas de cada país, la nota aquí es el paralelismo entre lugares tan disímiles en un lapso tan breve: hay en común un clamor por cambios económicos y un cansancio compartido frente al sistema político.
Una extraña y tensa calma se respira en este mundo de hambrientos y desempleados, en este mundo de países endeudados. Y es que el capitalismo no ha flotado solo. Se ha servido, como resorte, de un marco formal de democracia, libertades y Estado de derecho. De un discurso utópico, de unos símbolos, de unos referentes que sirvieran para hacer creer. De una válvula de escape que evitara revueltas y estallidos sociales —la sedición es delito; no se nos olvide—. Pero al entrar en crisis develó que no es capaz de sostenerse solo: que para salvarse requiere la inyección de mucho más dinero que el necesario para acabar con el hambre en el mundo. Y que se salvará, vaya si no, en circunstancias en las que no hay democracia ni derechos que valgan.
Seguramente la tormenta pasará. Y con la ayuda de la bienaventurada diplomacia internacional las cosas volverán a la normalidad: sesiones parlamentarias para fabricar parches, discursos biempensantes sobre el curso del futuro, pactos interpartidistas antes de que la sangre siga corriendo… Todo sea porque los de la foto sigan pelando los dientes ante la cámara en medio de la farsa de este supuesto consenso político.
Mientras tanto, nosotros observamos en cámara lenta tratando de entender, en medio de nuestro propio caos, lo que pasa en el mundo y la medida en que esto nos afecta. Leemos entre líneas que nuestro futuro está hipotecado bajo la misma lógica y nos vemos reflejados de alguna manera en lo que pasa al otro lado del océano. Quisiéramos más coraje, pero nos conformamos con poco. En el fondo sabemos que las luces se están apagando y en algún momento habremos de captar que el show se terminó. Y cuando eso ocurra, esta crisis habrá pasado y un nuevo performance habrá comenzado.
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