Me referiré en este artículo al primer monstruo: el hambre del pueblo, que desde la clase media para arriba se comienza a padecer en carne propia. Y en orden a ese propósito —argüir acerca del hambre— compartiré una experiencia atroz que me sucedió el domingo 8 de junio recién pasado.
Mi vida ha estado signada por dos disciplinas deportivas: he alternado las artes marciales y el atletismo, que he practicado conforme mi salud lo ha permitido y también en orden a mis ocupaciones laborales. De tal manera, después de casi cinco años de no realizar una largada (manera de referirnos a un recorrido no menor de cinco kilómetros trotando a una velocidad moderada), en la fecha referida decidí transitar en un circuito que incluía el parque central de Cobán como punto de retorno. El clima y el escaso tráfico de vehículos —a la hora escogida para realizarla— lo permitían.
Quienes conocen el centro histórico de Cobán saben que, de occidente a oriente, se encuentran, en su orden, un pequeño parque donde destaca un busto de fray Bartolomé de las Casas, otro parquecito donde está levantado un pedestal que sostiene el busto de Gabriela Mistral y, unos 50 metros más adelante, la plaza principal llamada Parque Central.
Cuando llegué al primero, decidí caminar. Para entonces ya había recorrido cuatro kilómetros. En ese momento me llamó la atención ver a un hombre de unos 48 años que hurgaba entre un cesto para depositar basura. Buscó y nada encontró. Se trasladó entonces hacia donde estaba otro contenedor de basura y buscó algo que tampoco encontró. El sujeto era bien nutrido y tenía una mirada que se decantaba por entre la nostalgia y la desesperación. Yo aminoré el paso y él se percató de ello. Cuando estuve cerca, y sabido él de que yo lo estaba observando, me dijo a manera de explicación: «Busco algo de comer porque necesito trabajar. Tengo que buscar trabajo». Fue entonces cuando me percaté de que el hombre no era un empleado municipal ni un recogedor de basura. No tenía uniforme y su vestimenta no era raída. Tampoco estaba ebrio ni bajo el efecto de alguna sustancia alucinógena.
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Usualmente, los trotadores llevamos alrededor de la cintura una cincha que sostiene una bolsa. Allí cargamos hidratantes, algún dinero y nuestro teléfono móvil. Hice el intento de abrir la mía (para proveerle algún paliativo económico), pero el hombre, alzando su mano derecha, expresó con amargura: «No, gracias. No estoy pidiendo limosna. Solo le estoy explicando porque usted me miró con curiosidad». Me di cuenta en ese instante de que el hombre ostentaba algo más que su vestimenta no raída y una excelente expresión verbal. En medio del hambre y de sus necesidades manifestaba dignidad. ¿Qué otra cosa podía hacer yo sino expresarle mi respeto mediante una reverencia con la cabeza? Yo habría querido abrazarlo, compartir algo con él, acompañarlo a buscar un trabajo digno, pero su explicación fue muy contundente: «No, gracias. No estoy pidiendo limosna. Solo le estoy explicando porque usted me miró con curiosidad».
Después del encuentro referido, ya no pude correr. El recorrido lo terminé caminando, a paso lento, pensando en el tipo de sociedad en la que nos hemos convertido: una sociedad cruel, poco civilizada, intolerante, excluyente, persecutoria y agresiva. Y también en el contrasentido de cómo en nuestro país, que es tan rico en recursos naturales, pudo llegarse a una situación como la que estaba viviendo aquel hombre (un hermano guatemalteco) en ese parquecito.
Sabemos de los niños que buscan comida en el basurero de Cobán. Sabemos de la hambruna que hay en el Corredor Seco. Sabemos de situaciones similares en otras regiones de Guatemala. Y no pocas veces silenciamos nuestra conciencia ofrendando una limosna. Pero, seguro estoy, muchos ignoran que esas terribles condiciones han comenzado a alcanzar a clases sociales consideradas hasta ahora acomodadas. Es decir, llegó lo inimaginable para algunos estratos.
Quizá ahora sí, al sufrir esas necesidades en carne propia, pongamos los pies en la tierra.
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