Como ciencia, la política se enfoca en la organización de un gobierno y en su sociedad, es decir, en lo concerniente al Estado, y como actividad implica las actuaciones individuales de quienes manejan o aspiran a conducir los asuntos públicos.
En cualesquiera de los ámbitos citados, invariablemente consustanciales, la política debería despertar respeto, admiración, atención y otras manifestaciones humanas. Lejos de eso, la forma como camina la política nacional se mantiene en un salto al vacío en el que cae, rebota y sobrevive solo porque el mismo sistema permite abusar de la nobleza del pueblo.
Vemos, por ejemplo, ese templo de inutilidad, incoherencia e inconsistencia llamado Parlamento Centroamericano (Parlacén), foro en el que, a la luz de las evidencias, sus integrantes cobran sin hacer algo que justifique un centavo de los honorarios que perciben.
Intrascendencia y escándalos son las cartas de presentación de este foro regional que con sus tres décadas de improductividad coloca a la política contra las cuerdas y al borde del nocaut, ya que no propicia el acercamiento de la gente, sino que despierta desconfianza y descrédito.
Por supuesto, también se debe reír para no llorar, como pasa con el tragicómico espectáculo protagonizado por dos alcaldes que han llevado al clímax la aseveración «panem et circenses», del poeta romano Juvenal.
Diferentes fuentes otorgan a Aristóteles la frase: «La política es el arte de lo posible». Otras tantas dan la autoría a grandes pensadores en distintos momentos históricos, pero todas convergen en la idea que transmite el enunciado: «Un político debe hacer y para ello cuenta con variedad de recursos».
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Un político, entonces, resalta merced a situarse en el imaginario colectivo, ya que, en la medida de ser conocido y reconocido, entrará en las emociones (y a veces en el raciocinio) del votante. En todo espacio social hay buenos y malos seres humanos, y en el caso que me ocupa surgen buenos y malos políticos, esto desde el punto de vista ético.
Hoy no escribo de los políticos buenos, sino de los malos, esos que, como los jefes ediles en referencia y el cártel que descansa en el Parlacén, están desprestigiando a la política, igual que quienes una y otra vez son señalados de retorcer la ley y de cometer actos delictivos bajo la protección del poder. La golpean y dañan porque la corrompen o banalizan.
Y es que asistimos a la degradación de la política, en unos casos con copias piratas de otros arquetipos del infoentretenimiento. Tal vez quienes asesoran a esos políticos maquillados les garantizan propaganda gratis, pues con la ocurrencia vienen los reflectores mediáticos, como los buscó la irrupción de un tercer titular de una comuna, quien hasta con lenguaje de graderíos pretendió sumarse al show de sus colegas.
Respecto de la cobertura periodística, uno de sus ángulos determina seguir a las figuras públicas (prominencia se le dice en los fundamentos teóricos del periodismo, y estos mismos establecen la entretención como el eje informal del proceso informativo). Sin embargo, un auxiliar fundamental para hombres y mujeres de prensa es el criterio, ese factor que ayuda a identificar cuándo una situación tiene interés social. Y, claro está, la susodicha parodia debería ser ignorada.
Otro apunte en materia de recordación es que en Guatemala no es lo mismo hablar de Jorge Ubico, Juan José Arévalo, Jacobo Árbenz o Carlos Manuel Arana, por mencionar unos políticos, que del padre Chemita (José María Ruiz Furlán), Miguel Ydígoras Fuentes o Jimmy Morales, a propósito de en resumidas cuentas cómo ve la sociedad a un personaje.
Así que, si bien votos son amores (...) y la continuidad de los malos induce a creer que hacer el ridículo o valerse de artimañas es la fórmula para alcanzar y preservar un puesto, ese método no es la única ruta. Hay otra en la que un electorado consciente y consecuente se decanta por quien ofrece obra cívica, no teatral; por quien hace brillar la política, no por quien la ensucia.
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