Me atraen poderosamente esas interpretaciones de la humanidad. Sobre todo, leerlas entre líneas de lo contado en la superficie. El papel de las mujeres es especialmente interesante.
A las mujeres nos dejan quedar embarazadas sin padres, nos obligan a probar que no somos fáciles, nos piden que aceptemos cuando nos persiguen y nos castigan cuando nos alcanzan. Los mitos de madres vírgenes, diosas en exilio y violaciones en estados de animación suspendida se vuelven las que nosotras mismas les contamos a nuestras hijas para que puedan dormir.
La Caperucita Roja es acechada por un extraño que la quiere devorar. A la Bella Durmiente la embaraza el rey dos veces antes de que la despierte su hijo ya adulto. A la Cenicienta la busca un hombre con quien bailó toda la noche y no se recuerda de ella porque ni siquiera le preguntó su nombre.
La historia de los humanos se sube a los hombros de las que paren. Sin maternidad no hay héroes. Las peores villanas son las que abandonan a sus crías, pero contamos historias de dioses que se las comen. Ellas empujan al mundo y lo miran pasar adelante sin ellas. Leemos el límite que tiene la historia de cada una y las dejamos quedarse sin nada que decir cuando se va el héroe de sus islas, cuando tienen a los príncipes de la siguiente generación, cuando llegan a matarlas porque son monstruos aunque ellas no se metan con nadie.
No es necesariamente una conspiración para que las mujeres no se miren. Tal vez todo comenzó con la bruja/curandera/chamana/historiadora de la tribu apenas erguida, sentados todos alrededor del fuego con necesidad de contarse de dónde venían para poder seguir adelante. Y esa mujer no quiere hablar de sí misma. Quiere hablar de sus hijos, de sus padres, de las hazañas gigantescas. Porque también es madre que siente orgullo, y eso es lo que transmite. Luego, esa historia se va haciendo cada vez más grande con cada repetición y pasa todo eso que hemos escuchado hablar acerca de acallar las voces que le dieron vida en un principio.
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Lo cierto es que es muy probable que la generación de mi hija no escuche un cuento de hadas queriendo ser rescatada por el príncipe. La mía, estoy segura, es la que ansía matar al dragón (aunque, en el caso particular de esta niña mía, tal vez lo que quiere es tener al monstruo de mascota). Reconstruir los mitos de nuestra humanidad es como deshacer las pirámides de cualquier civilización y pretender ponerlas de nuevo en su lugar. Siempre hay piezas que se pierden, ya no están los arquitectos originales y probablemente ya ni siquiera queremos que cumplan la misma función.
Es probable que nuestra sociedad se sienta tan a la deriva porque vemos cómo el puerto de lo conocido ya no es seguro, pero aún no tenemos a la vista el siguiente donde atracar. Nuestros hijos hombres están ante un bosque sin camino conocido, con reglas de conducta milenarias cuestionadas por todas partes, sin alternativas claras de cómo sí actuar. Nuestras hijas mujeres se sienten empoderadas para realizar lo que quieran y se dan de narices ante una muralla de convenciones que sigue en pie.
A las que somos madres de ambos nos toca guiar, ayudar a afianzar a los humanos que deben ser, darles herramientas para vencer al monstruo del mundo y ser un puerto seguro al que siempre quieran volver, aunque no quedarse. Seguimos siendo las que le contamos historias a la tribu frente al fuego. ¿Cómo vamos a contarlas ahora?
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