Tenemos una idea de que el arte es casi como un virus que se apodera del artista y que lo compele a crear muy a pesar suyo y sin intención alguna de ser reconocido. Aunamos a eso una especie de rechazo a todo lo comercial como falto de validez artística. Una pizca de superioridad moral después, el pastelito que nos cocinamos sabe a artista pobre, a descubrimientos post mortem y a un desdén por lo más fácilmente digerido por las masas.
Todo tiene un público. Y todo tiene un precio. El hecho de depender de la compra de lo que uno produce para comer sí hace que se tome en cuenta lo que más gusta de nuestro trabajo para promocionarlo o seguir haciéndolo. Pero, si alguien nos patrocina (léase un mecenas al estilo de los pintores renacentistas, una fundación o un gobierno), igual estamos sujetos al desembolso de dinero para nuestra subsistencia. El único artista que puede sobrevivir haciendo solo lo que le gusta sin importarle los demás es el autosostenible, y eso muchas veces implica que no vive de su arte.
¿Por qué tenemos metido que lo mejor es todo aquello que no es comercial? ¿Será porque despreciamos el gusto acumulado de las masas como producto de grupos no refinados de los cuales nos queremos alejar a toda costa? Uno de los mejores narradores de nuestros tiempos es Stephen King. Lo puedo colocar a la par de cualquier escritor en términos de maestría en el uso del lenguaje y como cátedra en imágenes mentales. Pero nunca va a recibir un Premio Nobel. Simplemente tiene demasiado éxito.
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Nuestro empeño en exaltar lo que creemos que es independiente nos ciega a una realidad que tal vez nos parezca cínica: todos dependemos de alguien más, pues todos vendemos algo. O nuestros servicios o nuestro conocimiento o las palabras que salen de nuestros dedos y las ideas que tenemos en la cabeza. Eso no le quita ni le pone mérito a nuestra producción, sobre todo porque tenemos que hacerlo bien para que nos paguen. El hecho de que un artista no necesite vender al público sus cuadros, su música o sus películas para vivir ni tener éxito comercial tradicional para comer no quiere decir que nadie le esté pagando (y cuando tiene de qué vivir independientemente, le echamos en cara que no ha sufrido lo suficiente como para trasladarnos experiencias que valgan la pena).
Somos denigradores del placer de los demás porque este no corresponde a nuestros gustos finísimos. Nos burlamos de las series de películas de superhéroes, pero se nos olvida que, si no fueran buenas, no habría quien las consumiera y las dejarían de hacer.
Es cierto que hay algunas cosas que no se aprecian a simple vista y que necesitan un bagaje cultural más amplio y una mente más abierta que la del promedio. Pero eso no quiere decir que sean mejores o peores.
El arte necesita un público porque es otra forma de comunicación. Los escritos solo para el que escribe se llaman diarios y se queman antes de morir. Los cuadros que no se enseñan no pasan de la refrigeradora. Las películas que no se miran son videos caseros. Toda comunicación exige interlocutores, una transmisión de ideas o sentimientos, y, como tal, necesita generar el interés para poder hacerlo. Y todo tiene un precio de entrada que sí influye el resultado, ya sea que lo paguemos nosotros al comprarlo o que sea patrocinado por alguien a quien le conviene ese vehículo para diseminar una idea. Creer que existe tal cosa como un arte totalmente independiente es idealista. E ingenuo.
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