Como se acostumbra ahora con eventos trascendentales, las principales cadenas de noticias muestran en la esquina inferior derecha las horas, los minutos y los segundos antes de que el presidente entrante jure solemnemente que defenderá y preservará la Constitución estadounidense.
Imagino ya la gozosa sonrisa del magistrado John Roberts, ante quien el veterano empresario, junto a su tercera esposa sosteniendo abnegadamente la Biblia, presentará el más alto juramento a la nación. Más pronto de lo que canta un gallo, el nuevo presidente podrá nombrar al sustituto de su colega conservador Antonin Scalia con la venia del nuevo Congreso, dominado por el Partido Republicano. El finado Scalia seguramente será reemplazado por un juez que inclinará la balanza para empezar gradualmente a eliminar derechos adquiridos en una serie de áreas por las cuales la sociedad civil ha luchado arduamente (salud reproductiva de las mujeres, elecciones, prestaciones laborales, inmigración, etcétera). Así, los tenores que han ido fortaleciendo y expandiendo la democracia para hacerla más incluyente y próspera empezarán a quedar enclenques.
Probablemente será un día nublado y ventoso de invierno en las escalinatas del Congreso, y el cabello del hombre más poderoso del mundo se despeinará más de alguna vez, a menos que ese día también decida ponerse su famosa gorra de campaña. Total, este nuevo episodio de la democracia estadounidense parece más un reality show abundante en divisionismos, cuestionamientos y acusaciones alarmantes que una normal transición gubernamental. Revelaciones de que el Gobierno ruso infiltró la campaña de su oponente demócrata para beneficiarlo a él han teñido para muchos la legitimidad de su mandato. De hecho, varios legisladores, entre ellos el ícono de los derechos civiles, el representante John Lewis, y otros congresistas progresistas y proinmigrantes como Luis Gutiérrez, han decidido boicotear el acto de posesión del controversial personaje.
Muchos esperan a este outsider como agua de mayo: sus primeros 100 días prometen una serie de medidas que, según su campaña, mejorarán la vida de la clase trabajadora, perjudicada durante la pasada administración. Quienes votaron por esta supuesta opción antisistema prefieren culpar a una sola persona, a una sola administración o a los temas progresistas que identificar la desigualdad en la distribución de la riqueza, sostenida por todo un andamiaje político-financiero del cual el próximo ungido a la primera magistratura también es parte, y organizarse contra ella.
Pero no es lo mismo verla venir que bailar con ella. Pronto se darán cuenta de que reemplazar programas y sistemas gubernamentales (como la reforma sanitaria) no ocurre de la noche a la mañana. Los efectos colaterales, como bola de nieve, pueden trastocar los cimientos del sistema de protección social a nivel estatal, que suple lo que al mercado no le interesa atender, incluidas las familias todavía afectadas por la recesión económica.
Solventar la crisis económica de millones de estadounidenses en estado de precariedad requiere el tipo de reformas que el millonario seguramente no contemplará. Como indica el economista Anthony B. Atkinson (refrendado por el gurú francés de los estudios de inequidad, Thomas Piketty), atacar la desigualdad requiere beneficios universales familiares financiados por el regreso de una política fiscal progresiva, garantizar empleos en el sector público con salario mínimo o la democratización del acceso a la propiedad privada por medio de un sistema de ahorros nacional, entre otros.
Obviamente, esta agenda progresista no verá el día en esta administración (eso le habría tocado a Bernie Sanders), pero hay quienes van a aprender a bailar con esta nueva realidad y a ponerle música a la resistencia. A nivel local, e inspirada por múltiples movimientos sociales surgidos en los últimos años, la ciudadanía sigue organizándose. El sábado 21 de enero están programadas marchas multitudinarias en Washington D. C. y otros estados. Originalmente organizada como la Marcha de las Mujeres, esta manifestación cuenta ya con una plataforma interseccional que congregará a ciudadanos y ciudadanas que buscan proteger el acceso a la salud, los derechos de los inmigrantes, la equidad, la seguridad económica y los derechos civiles.
Quienes creían que esto era el fin de la identity politics se han equivocado: la rola de la democracia continúa más que nunca con el nuevo locatario de la avenida Pensilvania.
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