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Nieve

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Nieve

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Cuento de la escritora boliviana emparejado con obra de arte del artista guatemalteco Naufus. [Más arte y literatura contemporánea de América Latina en Suelta]

A esa hora de la tarde le gustaba tomar el autobús, no iba a ninguna parte, solo viajaba. El Sol chispeaba entre los esqueletos de los árboles como un penique. Deseó que Alejandro pudiera ver eso, un sol de buena suerte, y los árboles como niños raquíticos con muchos brazos, lastimados por el invierno. Niños de otros planetas. “Carlson”, dijo el conductor, “¿alguien en Carlson”. Era su parada pero no tenía ganas de meterse en el departamento y descongelar salchichas. Podía viajar toda la tarde e incluso parte de la noche, en el turno extra del autobús, y bajarse cuando ya no quedara otra opción. Y recién entonces caminar, sentir la breve alegría de sus huellas en el hielo y asombrarse otra vez de que la nieve pudiera brillar con un aura eléctrica incluso cuando no había luna. “Nadie en Carlson”, dijo el conductor. Era un tipo viejo, le permitían fumar pipa para mantenerse alerta y usaba gafas de motociclista; sospechaba que era imposible ver algo tras aquellos vidrios. También vestía como un motociclista de los sesenta. Claro que ella no tenía la menor idea de cómo se vestían los motociclistas de los sesenta, pero sabía que habían sido jóvenes, que como todos los que ya no lo eran ellos también habían sido jóvenes. De algún modo todo era una larga tristeza, turnos para ser tristes.

Pronto se iría de allí. Había conseguido una beca para escribir ficción ─como si todo no lo fuera, todo, todo ficción─ al amparo de la Universidad de Tucson. Cambiaría su Heartland tan amada y lejana por el desierto. Viviría cerca de otros artistas, actrices, pintores, pero no estaba segura de que esto fuera especialmente bueno. Un artista con otro artista no dejaban de ser una pareja de astronautas, pasmados ante la Gran Soledad.

Marcó un número largo a punta de memoria. No había nadie más en el autobús. La mujer que todas las tardes hablaba sola reportando una matanza en un rancho de Texas a una operadora inexistente del 911 ya se había bajado.

─¿Has estado lavándote los dientes?

─Sí ─le había contestado Alejandro.

─¿Seguro? ─insistió ella. Quería poder decir que participaba de su cotidiano, quería poder filtrarse en las fallas invisibles de su crianza. Luego, cuando el futuro llegara, si es que tenía la lucidez suficiente para saber que el futuro había llegado, podría decir que había criado un hijo. Se odió por ser tan meticulosa.

─Segurísimo ─dijo el chico. Su chico. Su hijo.

─¿Y te has soñado algo?

─¿Algo?

─Claro, algo, vos sabés, algo distinto, qué se yo, con monstruos, con gladiadores, con ratas mecánicas, con superpoderes.

─No sueño con esas cosas ─contestó el hijo.

─¿No? ¿Y con qué entonces?

¿Acaso esperaba que Alejandro le dijera que había soñado con su compañerita de Sexto grado? Esperaba una respuesta natural, una frase que se dice en los desayunos. Ella había eliminado como una francotiradora todos los desayunos en común, simplemente se había ido. Para los hijos, y otra vez se odió por la meticulosidad, no hay razones razonables para irse. Solo te vas, te fuiste, te has ido.

─Vamos, quiero saber con qué sueñas ─insistió ella.

─Con nada ─dijo su chico. Allá se hizo un silencio y pudo escuchar el canto de los grillos. En otra parte, donde su hijo estaba, donde su hijo vivía, había anochecido. Quiso creer que esas mismas conversaciones en la vida real estaban llenas de silencios, solo que en esos casos no importaban, se sorteaban como baches pequeños, intermitencias que nadie habría de recordar. Nada de eso era registrado en la memoria.

─¿Ni siquiera con una chica? ¿Te acuerdas de Selvy? ─se atrevió ella. De pronto, todo se había convertido en un forzamiento, una fricción, apenas un contacto. Quizás Alejandro llegara al colegio por la mañana y dijera: “mi jodida madre me ha preguntado si sueño con Selvy”. Claro que los chicos no hablan así. Lo primero que abandonaba uno de la infancia era el lenguaje. Te envejecías a la velocidad de un rayo. Las cosas se transformaban en recuerdos demasiado pronto, tragadas por ese enorme agujero negro llamado “tiempo”. Y en el mejor de los casos, lo que quedaba se torcía en caricaturas.

─Mamá… ─dijo su chico.

También se admiraba de la cantidad de árboles, eran miles, altos, un ejército impertérrito. En un par de meses habrían de florecer y toda aquella magnífica aridez quedaría convertida en el jardín bonsái de un ser superior. Dios quizás. O un superpoder, algo que no cabía en la mente. Alejandro tendría que ver aquello, tendría que poder esforzar la vista para distinguir la última hilera de árboles, y calcularlos. Tres mil quinientos noventa y cinco. Pero ella ya no estaría allí, cambiaría las montañas por el desierto. Heartland quedaría atrás como un episodio vintage de colección. Vendrían las inmensas explanadas de polvo dorado. ¿Se apaciguaría la vista de ese modo?

─¿Sabés? ─condujo ella la conversación hacia alguna parte donde pudiera abrazar al hijo, abrazarlo, claro, de una manera simbólica─, esto es como estar en el colegio, te juro.

─¿Por qué? ─dijo su chico. Pero había bostezado. Sin embargo, el bostezo la alegró, sentía que era como acostarse juntos, cerrar los ojos, compartir las mismas imágenes. Eso, como en los sueños, en el sótano, o allá arriba, en un nido de pájaros. Hey, eso es posible, como los pájaros. Siendo pájara, por ejemplo, podría alimentarlo directamente. Cuando le preguntaban cuánto tiempo lo había amamantado, ella mentía, decía que tres meses, pero el seno izquierdo se había infectado.

─Entro temprano, ocho y treinta, me dan una hora de almuerzo, otra vez me embuten el cerebro y salgo hecha talco a las tres ─se esforzaba por usar esa suerte de metáfora infantil, “hecha talco”, “embutir”, “me dan”. No estaba segura del territorio que su hijo habitaba.

─¿Y te dan tareas? ─preguntó el hijo.

─Oh, sí, hartas, muchísimas ─dijo ella, entusiasmada─. Anoche estuve escribiendo hasta las tres de la mañana.

─¡Te van a acribillar! ─exclamó su chico. Supuso que los superpoderes se habían infiltrado en todas las series televisivas, inteligencias supremas devoraban la inocencia de los niños. Pero cómo le gustaban sus palabras, el modo en que se contactaba con el mundo, oscilando torpemente entre una precoz violencia y la ingenuidad que ella le conocía. La única que conocía toda esa profunda, limpia ingenuidad.

─Te quiero ─dijo ella.

─Yo también ─contestó su hijo. Luego bostezó, pudo escucharlo tan nítido como a los grillos, el chirrido nocturno en un lugar lejos, bien lejos. Pronto ella volvería a los grillos. Tenía que huir de la nieve, tenía que escapar de su fascinación, pronto, antes de que fuera demasiado tarde. Imaginaba al hijo, hecho un hombre, viniendo a rescatarla; ella, una princesa de hielo, diciendo “es que no me quiero ir”.

 

En realidad, podía viajar durante días, dormir en el autobús, comprobar si la puesta del sol se producía a la misma hora cada día, atestiguar la lenta resurrección de los árboles. Se censuraba por escuchar cinco veces a Avril Lavigne, eso era una enorme regresión, una adolescencia inmerecida, se extraviaba de a poco en una idea confusa de sí misma. “No quiero volver nunca más”, pensaba. Primero era una oración, una secuencia mental. “No quiero volver nunca más”. Se convertía en algo que tenía sonido. Lo dijo en voz alta para que el traductor electrónico lo leyera. “I don´t wanna go back, never”. “Ever”, añadió ella. El conductor ni siquiera la miró; estaba acostumbrado a la población de locos que subían al autobús en manadas y se bajaban de la misma forma. El gobierno había restringido los servicios de salud mental para los casos extremos: psicópatas declarados, perpetradores de masacres escolares, líderes de sectas satánicas, sobrevivientes de suicidios. Pero los locos comunes y corrientes solo daban vueltas en el autobús.

 

─Antes de que te duermas, te cuento algo ─propuso ella.

─A ver… ─dijo él.

─Estoy escribiendo una historia.

─¿En serio? ─dijo su chico. Se suponía que había viajado para eso. Se había ido para eso. ¿No se había largado para eso?

─Es una historia de la vida real. La leí en el periódico.

─Entonces es una noticia ─dijo su chico.

─No precisamente. Es mejor que una noticia ─dijo ella. Aunque no estaba segura de que lo suyo fuera mejor que una noticia. En ocasiones, cuando encontraba un New York Times nuevecito tirado en el último asiento del autobús, debía admitir que todo estaba allí, toda la felicidad, toda la desgracia, toda la pasión, todo el mundo y más. Un melodrama sofisticado, la contemplación del corazón humano. No había nada nuevo bajo el Sol. Excepto los árboles y su interminable hermosura.

─Bueno, bueno, es una crónica ─repuso el hijo.

─Siendo sincera, sí ─dijo ella. Había llegado a pensar que su hijo la sintonizaba, no podría decir “mejor que nadie”, porque no había nadie. Simplemente la sintonizaba, o hacía de esas señales de asfixia una manera de respirar. Se alegraba, en todo caso, de que una charla telefónica pudiera relajarse, alcanzar algo parecido a la naturalidad.

─¿Muere alguien? ─preguntó el chico.

─Como siempre ─dijo ella─. Alguien tiene que morir, mi amor ─dijo. Siempre sucedía eso, a las explicaciones irracionales, a las frases crueles les añadía el sufijo “mi amor” como si de ese modo el hijo pudiera asimilarlas mejor. “Me tengo que ir, mi amor”, “mamá se tiene que ir”, “¿comprendes por qué me estoy yendo, mi amor?”. Era una proyección de su propia estupidez. Se avergonzaba de subestimar la entereza de ese hijo que podía sobrevivir, ser feliz sin ella.

─¿Quién muere?

─Un astronauta.

─¿Un astronauta? ¿Eso ocurrió de verdad, recién?

─No exactamente. Una astronauta se volvió loca de celos ─explicó ella.

El hijo rió a carcajadas. Celebraba su sensibilidad para leer noticias. Antes, cuando todo era natural, ella leía los titulares en voz alta, a toda prisa, en el desayuno. El padre orbitaba sin intervenir en ese pacto matutino. Aun ahora era capaz de agradecer aquella discreción.

─De veras, se volvió loca de celos e intentó matar a la novia de su novio. De hecho, la víctima no es realmente el astronauta, el novio, sino ella. En mi historia, la mata.

─¿Quién a quién?

─La astronauta a la novia de su novio.

─Entonces no eran novios ─dijo el chico. Había dejado de reír y parecía a punto de bostezar otra vez. Podía escuchar su cansancio, los dulces ronroneos de su voz cambiante, la voz de un chico de doce.

─Pero eran astronautas ─dijo ella. Y esta vez fue ella quien se rió a carcajadas. Le pareció que aquello podía ser una broma. Le pareció que estaba aprendiendo el tono de otras bromas. O quizás solo estaba perdiendo el sentido del humor. Su viejo buen humor. O tal vez se había convertido en una nueva mutante del maravilloso país de las nieves, y come on, Avril Lavigne hacía todo el trabajo sucio en su disponibilidad para ser romántica. Una nueva romántica.

─Mamá…─la censuró su hijo.

─Sorry. No, mi amor, esta historia es para adultos, no debería contártela.

─Entonces contamela.

─¿Querés?

─Sí, ¡claro! Quiero saber, ¿cómo la mata? Quiero saber.

─Le echa spray de pimienta en la cara.

─¿La asfixia?

─Le provoca alergia.

─¿Asma?

─Casi. Pero peor.

─¿Y ella vomita?

─Vomita como un grifo.

─¡Qué bueno! ¡Qué asco!

─Sí, es asqueroso. Y entonces muere.

─¿Y dice algo antes de morir?

─Pues, en mi historia no. ¿Debería decir algo?

─Sí, debería decir algo como “jódete” o “maldita”, no sé, mami. Vos sabés escribir mejor que yo.

─“Jódete maldita”. Me gusta. Tiene fuerza, “jódete maldita” ─dijo ella, haciendo figuras con su voz. Era un modo de divertirlo, de acunarlo. Quería ser el motivo de sus risas descontroladas. Su chico todavía no había hecho de la risa un arma de seducción, permitía que las cuerdas vocales temblaran con cierta furia, agitando el viento, con la percusión salvaje de los cachorros. Su hijo era eso aún, un cachorro. ¿Y si no lo era?. “Jódete maldita”, repitió con mayor énfasis, con más teatro.

─No, mami, son palabras separadas, se dicen separadas. “Jódete…maldita”, eso es gracioso.

─Okay, ella dirá “jódete”.

─Y también debe decir un secreto.

─¿Un secreto? No se me había ocurrido. ¿Algo del novio?

─No, algo del espacio. Debe decir que el planeta que buscaban se estrellará contra la Tierra en tres días.

─Eso lo vi en una película.

─Y entonces ella quiere recuperarla, salvarla del ataque del spray de pimienta, pero ya es demasiado tarde.

─¿Demasiado tarde? Alejandro, ¿vos creés que es demasiado tarde?

─Ella murió, mami ─explicó el hijo con dulzura. A veces perdían la sintonía; ella se iba. Fade away. Fade away.

─Claro, ella muere.

─Pero podrías darle una segunda oportunidad.

─¿Cómo? ¿Cómo? ─Sí, exacto, ¿cómo sería posible eso? Últimamente las madres se largaban en busca de segundas oportunidades, derrochaban su vida, dejaban atrás la oportunidad más brillante, la mejor. No había pureza en las segundas oportunidades, todo era una fantasía, una absurda fascinación. Victorias absurdas sobre batallas absurdas. ¿Cómo, Alejandro?, ¿cuál es el secreto? A veces, en el autobús, tomaba el asiento opuesto, para mirar cómo el paisaje era devorado por un tiempo que quedaba a sus espaldas. La loca del 911 le sonreía pero no dejaba de pedir ayuda. Era como un mantra o como un ataque de hipo: “help, help, help”.

─Con la máquina.

─Claro, ¡la máquina! ─Había publicado un libro de cuentos para niños. Se lo había permitido en medio de todo ese furor de relatos populares y crucigramas con motivos sexuales. Allí, en el mundo que ella había creado, un niño inventaba una Máquina de Segundas Oportunidades. La máquina era un abrelatas. Lo que más le gustaba a Alejandro era eso, el abrelatas.

─Las cosas podrían arreglarse ─dijo su niño. A veces hablaba como un adulto, o lo intentaba, hacía ecos a las frases hechas y las ponía en su vocabulario con la misma concentración con que armaba rompecabezas. Ella sabía cómo él armaba rompecabezas, frunciendo el ceño, tomando cada pieza como si fueran diminutas bombas, en un estado de alerta que lo hacía transpirar.

─Lo intentaré ─dijo ella. Pero no era una promesa. Si en algo jamás le había mentido era en los finales de sus historias. No consideraba que su hijo fuera, en ese sentido, un lector como los demás. A él no quería mentirle. Ambos sabían que la novia del astronauta debía morir. Ambos sabían que en ese aspecto no había salida. En el fondo, tampoco el chico quería salvar a la novia del astronauta. La máquina había sido diseñada para otro tipo de gente, gente como ellos. Era simplemente eso.

─Tengo sueño ─dijo el chico.

─Esperá...─dijo ella.

─¿Qué?

─Solo un momento…

─¿Qué?

─Te llamaré el fin de semana, vas a contarme tus sueños. Te llamaré tempranito.

─Trataré de acordarme ─dijo el niño.

─Oye ─dijo ella─, ¿sabés una cosa? Sé que no la sabés: te amo. Te amo.

─Yo también ─dijo el chico.

 

La voz de la operadora, “ending call”. La voz del conductor. “¿Alguien en Carlson?”. Ella tomó la cuerda del timbre con toda la intención de halarla. Caminaría volviéndose cada tanto para mirar sus huellas en la nieve, los ojos diminutos de alguna ardilla, su propia respiración condensándose en la oscuridad. Entraría en su departamento, pondría las salchichas en el microondas y quizás dejaría que se pudran. Como todo. “Carlson Terrace, ¿alguien acá?”, dijo el conductor. El viejo se dirigía a ella, no había nadie más en el autobús. Afuera, la nieve, azul, perfecta, penetrando en lo que de otro modo hubiera sido tinieblas. Si se tratara de algo más fuerte, pensó, podría pedirle una calada de la pipa, pero cómo lo diría: “may I try from your pipe?”. ¿Acaso no era obsceno? Ella y sus malas traducciones. Era, por decirlo a su viejo modo, literatura menor. Otra historia fallida. Cerró los ojos y decidió continuar viajando.

 

 

Arte: Naufus Ramírez Figueroa, To See The Enormous Night Arise, 2008.

Letras: Giovanna Rivero, "Nieve". Tukzon, historias colaterales. Ed. La Hoguera, Bolivia 2008. Pronto a salir en España con Bartleby Editores

 

 

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