El pasado primero de noviembre, Día de los Muertos, mientras yo en Guatemala comía un delicioso fiambre con mi familia adoptiva, en Costa Rica la sobrina de mi mejor amiga era asesinada por su expareja. Ella tenía 19 años (la misma edad de mi hija menor), y el hombre que la mató tenía 24. En ese momento tenían tres años de estar separados.
Cuando comenzaron la relación, ella era una menor de edad y él un chaval que apenas pasaba los 18 años. Al poco tiempo de ser novios, ella quedó embarazada. Tenía en ese entonces apenas 14 años. Con mucha dificultad afrontó su maternidad y se empeñó —con el apoyo de su familia— en continuar sus estudios. Terminó la secundaria y ya estaba cursando su primer año de universidad. Mientras ella daba a luz a su hijo, el padre fue detenido por venta de drogas. Dos vidas jóvenes unidas por el destino, pero que enfrentan la adversidad de manera muy diferente.
Un embarazo no deseado es una carga que recae principalmente sobre la mujer. Ella es la que tiene que llevarlo en su vientre por nueve meses, parir y hacerse cargo de la vida de ese ser que trajo al mundo. El hombre, en cambio, puede dar media vuelta y seguir con su vida como si nada. Ese fue el caso de esta pareja de muchachos. Eva (así se llama la sobrina de mi amiga), siendo una quinceañera, se convirtió en madre y padre de su bebé. Mientras tanto, Randall, su expareja, poco o nada hizo por su hijo. Metido en malos pasos, siguió su camino, que lo llevó directo a la cárcel.
En mayo de este año, cuando Randall salió de la cárcel, Eva ya estaba cursando una carrera universitaria. Con mucho esfuerzo había logrado encarrilar su vida y salir adelante con su hijo de cuatro años. Él la citó en su casa y allí la mató de un disparo en la espalda frente al hijo de ambos. La crueldad y la cobardía del acto dejan sin palabras a cualquiera. Tres vidas truncadas: ella, muerta con 19 años; él regresará a prisión a los 24, y un bebé de 4 años queda huérfano y marcado por el asesinato de su madre.
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Según cifras oficiales, en Costa Rica, en este año, 18 niños han quedado huérfanos como consecuencia de los femicidios. En la mayoría de los casos, el culpable tenía o había tenido una relación sentimental con la víctima, y los huérfanos son sus hijos. Contradiciendo toda lógica evolutiva, quien está llamado a proteger a su compañera y a sus hijos es quien decide segar la vida de la madre y dejar a sus hijos en la orfandad y desprotegidos.
En Costa Rica, el asesinato de Eva se suma al de otras 11 mujeres asesinadas en lo que va de este año. Este dato, comparado con los 463 registrados de enero a octubre en Guatemala, parece insignificante. Sin embargo, debemos entender que ninguna mujer debe morir por su condición de género. Ni 11 ni 463. Ni siquiera una sola. El odio por género no nos debe seguir matando.
Escribo este artículo hoy, 25 de noviembre, Día Internacional de la No Violencia contra la Mujer, y no puedo dejar de pensar en todas las Evas que han sido asesinadas con la única culpa de haber nacido mujeres y en todos los niños huérfanos de los que nadie habla. En Costa Rica, del 2007, año en que se promulgó la Ley de Penalización de la Violencia contra las Mujeres (LPVCM), al 31 de diciembre de 2018 ha habido un total de 339 femicidios. En Guatemala, la Ley contra el Femicidio y Otras Formas de Violencia contra la Mujer entró en vigor en mayo del 2008, y desde entonces 7,178 mujeres han sido asesinadas (aunque no todos estos homicidios son femicidios, es probable que la mayoría sí lo sean).
¿Cuántas otras Evas tienen que morir en Costa Rica y en Guatemala para que hagamos algo?
En diciembre del año pasado, Eva Morera inmortalizó una respuesta en su Facebook. «Desearía encontrar una solución para que esta ola de feminicidios acabe. Sin duda alguna sé que es ultradifícil, y lo único que puedo hacer, y sé que ustedes también pueden hacerlo, es dejar la crianza machista al lado y no tolerarlos. Si saben que la mujer está sufriendo algún tipo de agresión, ayúdenla a salir de ese infierno y dejen de ser cómplices», publicó.
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