Del orador enérgico que cambiaría el péndulo de la historia política de este país, pareciera que van quedando apenas los recuerdos. La aprobación de su gestión sigue por los suelos, con sólo casi cuatro de diez estadounidenses que le respaldan con un magro 38 por ciento.
Obama refleja la fatiga de un gobernante sin estrategia definida contando los meses para que acabe su mandato. Lejanos están los días en que el Presidente maniobraba astutamente las controversias o impasses políticos. Al igual que sus predecesores en la primera magistratura, las canas cada vez más acentuadas marcan al joven mandatario de 51 años, y su mirada ya no transmite la energía del audaz senador que conquistó al establishment del Partido Demócrata en 2004, con un refrescante discurso para recuperar la esperanza en el “sueño americano”.
Aquel año en la Convención Nacional Demócrata, Obama predicaba con esa apremiante necesidad que ahora se extraña tanto porque nos remitía a la esencia del poder de la ciudadanía: “¿Participamos en la política del cinismo o en la política de la esperanza? […] No estoy hablando aquí de optimismo ciego […] Estoy hablando de algo más substancial. Es la esperanza de los esclavos sentados alrededor de una hoguera cantando canciones de liberación; la esperanza de los inmigrantes partiendo hacia costas distantes; […] la esperanza de un muchacho flaco con un nombre gracioso que cree que América tiene un lugar para él también. La esperanza frente a la dificultad. La esperanza frente a la incertidumbre. La audacia de la esperanza.”
Hoy esas palabras suenan como bofetadas tanto para la población afro-estadounidense como para la hispana. Para la mayoría de los primeros, la seguridad económica y la justicia racial se asemejan a una quimera; para los segundos también, pero a ello hay que añadirle el tema de la promesa incumplida de la reforma migratoria. Pareciera que se gastó todo el capital político en la aprobación de la reforma de salud y la reactivación de la economía. Además, viejas y nuevas afrentas internacionales con intereses estadounidenses en juego parecen ir a la deriva sin la conducción más definida de una política exterior que aparentemente es menos realista, pero tiene tantos dientes militaristas como las administraciones de los cincuentas y setentas.
Y no es que lo logrado domésticamente sea poca cosa. Son innegables lo resultados que una administración republicana no hubiera ni siquiera contemplado cuando uno observa el record de oposición permanente al mandatario. La pregunta es, si ya están puestas las bases para la recuperación económica y una agenda de apoyo a la clase media estadounidense sigue en marcha, ¿por qué ahora cálculos de tipo político-electoral frenan su promesa de detener deportaciones y asegurar la permanencia de millones de familias trabajadoras aptas a salir de las sombras y ocupar el lugar que merecen en la sociedad?
Porque los indocumentados no votan y la política es local: en las elecciones legislativas de medio periodo, los demócratas temen perder cuatro escaños en el Senado en estados donde menos del diez por ciento de latinos son votantes inscritos (Carolina del Norte, Arkansas, Luisiana y Alaska). A pesar de que la mayoría de la población apoya la reforma migratoria y los indocumentados de ahora recordarán al partido que los “emancipe”, los políticos solo responden a incentivos inmediatos. La estrategia es cortoplacista y en todo caso no garantiza la sobrevivencia de los tales congresistas, puesto que históricamente en las elecciones legislativas de medio período, menos ciudadanos concienzudos acuden a las urnas.
Ni audacia ni esperanza. ¿Regreso a la política del cinismo?
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