El tráfico caótico de la ciudad se mueve con una mezcla de lentitud y furia, que se expresa en el constante rugir de miles de automóviles que buscan abrirse paso en una urbe literalmente perforada por todas partes para que Odebrecht construya un metro —sí, la compañía brasileña continúa ejecutando obra pública—, que ya ha destruido las ruinas preincásicas debajo de la plaza de San Francisco.
Respiro profundamente antes de dar inicio a una de las delicias de las vacaciones en las que vuelvo a casa: destinar un par de días para un tour de force que incluye trámites en varias dependencias públicas, usualmente para renovar documentos de identidad y solucionar asuntos pendientes cuya existencia ignoraba.
Los acordes de Teknocrata y Miles de días en el vértice suicida, de los Sal y Mileto —imposible no escucharlos mientras se camina por estas calles—, me acompañan en los audífonos mientras camino entre esquinas en las que se acumula la basura no recogida durante varios días por los servicios de una municipalidad que sí ha sido altamente diligente para elevar los impuestos prediales —la versión local de IUSI—, en algunos casos en un 300 %, gracias a un estudio que avalúa las propiedades de la clase media por arriba de su valor comercial. En una economía deprimida, no falta quien sugiera al municipio que compre su casa al valor de su nuevo avalúo.
Tres instituciones públicas. Varias filas. Escucho en más de una ocasión que el sistema está caído y que hay que tener paciencia. Respiro profundamente y trato de no mirar el reloj. Me digo a mí mismo que las cosas han cambiado mucho desde aquella época en la cual un funcionario te embadurnaba de tinta las manos para tomar huellas digitales y te enseñaba la fila frente a un baño inmundo, donde alguien vendía aguarrás a precio de oro.
El tour de force no defrauda: mi documento de identidad registra que, luego de una década de matrimonio y dos hijas, mi estado civil es soltero. Mi título de abogado jamás fue registrado —particularmente desastroso en la meritocracia de la Revolución Ciudadana—. Acumulo varias multas por no votar en elecciones en las cuales no existía el voto en el exterior y, finalmente, conducía a 125 kilómetros por hora en una zona de 60 al norte de Quito la noche de un miércoles que seguramente estaba escribiendo una maquila en la zona 13 de la ciudad de Guatemala.
Have mercy on me. Respiro profundamente una vez más y, como los Black Keys, pido clemencia a alguna fuerza superior, tomo un nuevo turno y me dirijo a la ventanilla de justificaciones. El placer de descubrir multas improbables no se compara con confirmar que el servicio público, pese a la automatización, siempre pedirá fotocopias de documentos originales y que afuera de cualquier institución hay una fotocopiadora conectada a la electricidad de alguna manera, usualmente camuflada detrás de las ventas de cigarrillos, mentas y gaseosas.
Mi pasaporte es copiado íntegramente, igual que varios otros documentos, que luego un diligente funcionario engrapará en un expediente al que asigna un interminable número correlativo. Luego anuncia en tono metódicamente tedioso que todo trámite es personal y que debo presentarme para recibir las resoluciones en 48 horas.
Mi cabeza da vueltas sobre esos temas cuando intento comprar un latte en una cafetería cerca de la sede histórica de la Confederación de Nacionalidades Indígenas, incautada por Correa y devuelta por Lenín Moreno. La dependienta ladra que me puede atender solo si traigo «sueltitos» —moneda fraccionaria en la jerga local—. No es la primera vez que la mítica cortesía quiteña —como tal, un mito— me hace girar sobre mis talones, y procedo a comprar una taza de café de una vendedora ambulante de la esquina, con quien cruzo algunas palabras.
K vino de Venezuela hace un par de años y se gana la vida vendiendo café. Una breve conversación va sobre los lugares comunes que pueden contar muchos migrantes: acabar la universidad y huir de la pobreza en casa para terminar encontrándola en un país en el cual su acento suena a delito, le acarrea acoso y le cierra las puertas de cualquier empleo formal. Como ella, gentes de Venezuela y de Cuba pueblan las calles de la ciudad vendiendo arepas, chaulafanes o lo que haga falta. Historias que literalmente recuerdan Me llaman calle, de Manu Chao.
Me entristece pensar que el cáncer de la xenofobia crece en las entrañas de una sociedad andina en la cual cada familia tiene al menos un familiar que es migrante en otro lugar del mundo y que se indigna cuando algún ultra insulta a una ecuatoriana en el metro de Madrid.
Seguramente el país me pega porque me quiere, razono al volver a Guatemala y descubrir que mi banco quiere que llene información por haber transferido dinero a mi padre en Ecuador, país sospechoso de lavado de activos. Tengo una relación codependiente con mi nacionalidad, que Metallica intenta curar con poco éxito al ritmo de All Nightmare Long.
Feliz 2018.
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