Clara Arenas preguntaba la semana pasada “¿qué hacía Myrna que la convertía en un blanco militar?” Su respuesta no pudo ser más contundente: Myrna “trataba de captar y poner ante los ojos de la sociedad la realidad de un sector de la población desconocido por los demás guatemaltecos: los que se habían visto obligados a desplazarse para huir de las masacres y luego de meses o años de constante huida, se veían obligados a retornar a sus regiones de origen ya fuera por razones de salud, de soledad o de un fuerte cerco militar que obligaba a “bajar” de la montaña”.
Durante los últimos 25-30 años la antropología ha pasado por un profundo proceso de deconstrucción. Esto gracias al dedicado trabajo que algunos antropólogos han desarrollado en diversas partes del mundo. A diferencia de otras disciplinas que se obstinan por acuerpar acríticamente el dominio del logos, ciertas corrientes y áreas de estudio antropológico, han hecho todo lo posible por desquebrajar su estructura fundacional. El espacio de objetivación tradicional de la antropología, el otro, el salvaje, le ha devuelto la mirada, interpelándola al extremo que escribir en los márgenes clásicos de la disciplina se ha vuelto algo prácticamente imposible.
La aporía naíf de los siglos XIX y XX quedó soterrada bajo la hipérbole del cartesianismo. El mismo cogito que la parió casi logra extinguirla. Después de haber colonizado el mundo, de haber encarcelado cada rincón de alteridad, la antropología dirigió la mirada a sí misma. Finalmente su objeto de estudio fue el uno y no el otro: sus fundamentos y los efectos de su episteme ya no podían ser representados sino como una columna vertebral rota (igual a la de Frida).
Pero para ese entonces, antropólogos como Myrna Mack o Ricardo Falla le encontraban nuevos usos. Myrna brindaba elementos profundos que salían de la misma experiencia de trabajar en el campo con grupos de desplazados por la guerra. La pregunta que se desprendía era muy sencilla: ¿qué puedo hacer con lo que tengo?
De una pregunta pragmática se podía llegar entonces a implicaciones epistemológicas profundas, que de algún modo, rebasaban los debates relacionados a la interpelación de la disciplina.
En un momento histórico particular, en el cual el genocidio no terminaba de acabarse, la antropología se transformó en antropología de guerra. Esto es, una disciplina que reconoce la contingencia del exceso de la violencia en el proyecto mismo de la razón. O, una disciplina que sabe que la violencia no excede al cogito, sino que lo funda. Como decía Clara Arenas en el décimo aniversario del asesinato de Myrna:
“Esto quería decir para ella (Myrna), conocer el país más allá de lo evidente; atreverse a mirar ahí donde otros no lo quieren hacer. No hay duda que este impulso resultó, pocos años después, en un aporte singular, a mi juicio, en términos de lo que fue tanto una antropología de la guerra en Guatemala, a la luz de la temática de estudio que definió, como una antropología de la guerra, al conducir Myrna un intenso trabajo de campo en regiones que sufrían todavía los embates del enfrentamiento armado y, de manera particular, de la ofensiva de 1987 en el área ixil”.
Esta es una antropología que ha dirigido la mirada al exceso, la locura a la que llegó occidente, el colonialismo, el capitalismo, su extensión finquera, oligárquica y militar. Es, por decirlo de alguna forma, una antropología no-fundante. No es una antropología que intente refundar ni el orden establecido ni ningún otro orden: es simplemente una antropología de la contingencia del hoy y de la cesura. Es una antropología que se escribe desde la herida. Una antropología de la cual conocemos muy poco aún. Posiblemente Ricardo Falla nos pueda hablar en profundidad de este proyecto antropológico. Habrá que preguntarle un día.
La única forma como pudo el poder pretender cerrar el círculo de esta antropología era mediante otro exceso. Pero ese exceso no ha hecho más que reinscribir la urgencia de explorar esta brecha que antropólogos como Myrna Mack han dejado abierta. Myrna no fue solo un blanco militar, como nos ha querido hacer creer el Estado Mayor. Han pasado ya 22 años desde su asesinato y no dejamos de pensar en ella; no dejamos de admirar su forma de hacer antropología.
Más de este autor