La primera víctima mortal de los atentados contra las torres gemelas fue el padre franciscano Mychal Judge. Fue reconocido como la víctima 0001. Mychal Judge fue capellán de los bomberos de Nueva York. Murió, como ya apunté, abatido por los escombros durante el atentado terrorista contra el World Trade Center.
¿Qué estaba haciendo allí un sacerdote?
Mychal Judge murió mientras intentaba rescatar a las primeras víctimas. Cuando la posibilidad de salir aún con vida se cerró, Mychal Judge decidió quedarse con los heridos e impedidos y administrarles los últimos sacramentos. Fue también Mychal Judge un sacerdote que no encubría su orientación sexual. Tampoco discriminaba en su ministerio pastoral a la comunidad gay de Nueva York. Y por eso es también conocido como el santo patrono (no oficial) de la comunidad gay en Nueva York. También fue un exalcohólico que supo recuperarse y llevar su ministerio al programa de Alcohólicos Anónimos en la ciudad de Nueva York.
Mychal Judge es, posiblemente, uno de los ejemplos más cercanos a la idea de santidad. Pero no el concepto narrativo, riguroso y descarnado. No ese concepto de santidad que refiere al dios semita, intocable, impenetrable y no conocible que exige perfección. El padre Mychal Judge representó el concepto más exacto de la noción de santidad: justicia y caridad. Es decir, justo en plenitud. Su labor pastoral a mediados de los años 1980 en Nueva York rompió paradigmas incluso a riesgo de su propio ministerio porque se dirigió precisamente a los marginados y excluidos de la torre de Babel: los enfermos de sida. En ese momento, el mundo católico aún no había escuchado las palabras de Francisco llamando a no juzgar a quien es diferente. Ni había visto el mundo los esfuerzos de un papado más inclusivo. Cuando la Congregación para la Doctrina de la Fe censuró el movimiento Dignity (dirigido a católicos del colectivo gay-lésbico-transgénero), tanto el padre Judge como muchos otros sacerdotes rehusaron dejar de ungir a los enfermos de sida, otorgar los sacramentos a los moribundos u oficiar funerales para quienes morían a raíz de la epidemia de finales de siglo XX. Porque, me imagino, recordaron que el Hijo del Hombre vino a rescatar lo que se había perdido. Vino a comer con prostitutas y con publicanos.
Aquí no importa discutir si Estados Unidos estaba recibiendo una probada de su propia sopa. Tampoco si el padre Mychal Judge estaba fuera de la ortodoxia o si debía haber sido excomulgado por su rebeldía o por su orientación sexual. Lo que es importante recordar es que, cuando el dolor y la tragedia se hicieron presentes, él no huyó de ellas. Aunque muchos sacerdotes de las iglesias cercanas al World Trade Center estaban en la zona cero, Mychal Judge fue el primero en entrar a la torre sur (la primera en ser golpeada). Cuando los equipos de rescate dieron la orden de evacuar a todos los que podían caminar (el edificio se venía abajo), Mychal Judge decidió quedarse allí y argumentó que su trabajo no estaba completo. Cuando se volvió a dar la orden final de salir, él decidió quedarse para —en medio de su limitada capacidad— consolar y apoyar a los moribundos.
Este tipo de acciones radicales, de hombres que en medio de su humanidad, de sus imperfecciones y de sus rebeldías logran acercarnos lo más posible a la noción de un dios que no abandona, marcan historia. Y eso, en mi libro, es digno de ser reconocido. Mychal Judge no murió martirizado por su creencia. Tampoco se le podrán atribuir milagros, a menos que reconozcamos que salvar vidas del caos es también un milagro. Y quizá jamás será canonizado. Pero, a pesar de eso, en mi libro, eso es santidad. Porque murió haciendo lo más importante que la esencia del Evangelio nos enseña: «Que, como yo os he amado, así también os améis los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor».
Y si somos afortunados —y dignos—, tal vez podamos morir de la misma forma: reparando este mundo de vasijas quebradas.
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