Nos tuvimos que esconder en ese lugar, el único lugar seguro que encontramos mientras una turba se aproximaba en nuestra dirección.
Los tres debatimos qué tan prudente es salir y hacer nuestro trabajo. Debatimos es un decir. Mientras yo trato de evaluar los pros y los contras de salir a un pueblo que está quemando vivos a unos mareros y advierte contra la presencia de instigadores de la prensa, el taxista puso la radio para evitar entrar al debate y el fotógrafo ya está afuera del carro, listo para irse a hacer fotos.
En la radio, un locutor explica que la turba ya sacó de su casa a los mareros y está quemándolos a ellos, sus cosas y todo lo que hay dentro de la casa, el cuartucho en el que vivían. La locutora está indignada, insiste en que cómo es posible que estén atentando de esa forma contra la propiedad privada del dueño de la casa que le alquila a los mareros.
Horas después volvemos al estacionamiento del motel, sin más novedad que la ropa impregnada con ese olor a churrasco barato que queda después de un linchamiento y encontramos que el taxista ya ha negociado el precio del parqueo.
Casi un año más tarde, mientras hacíamos un reportaje con unos chicos de la televisión inglesa, volvimos al lugar de los hechos. Un líder comunitario había instalado un sistema de patrullaje en el que, junto con sus cuates que tenían pistolas o escopetas, daban vueltas por su barrio en la noche.
Esa noche, como suelen hacer los vigilantes nocturnos cada vez que llega la prensa extranjera, nos presentaron el showcito de detener los carros que entraban al barrio, tuc-tucs más que nada. Era más o menos así, paraban el carro, bajaban a todos sus ocupantes, los encañonaban y los empujaban mientras les soltaban frases como “acá no toleramos a los mareros, ¿oís, vos, Chalo?” o “Este pueblo está unido contra la delincuencia”, salpicadas con versículos bíblicos vociferados por uno de los encapuchados
Y mientras oprimían a la población y los conductores y vecinos mantenían a regañadientes la farsa impuesta por los vigilantes, el jefe de los encapuchados nos fue confesando con ese envalentonamiento de quien se siente omnipotente, como quien vocifera que “vamos a matar, pero no vamos a asesinar”, que fue él quien organizó el linchamiento de los mareros.
Meses después me enteré de que había corrido para alcalde de su pueblo y que se lo había llevado la gran puta. Al parecer ni sus vecinos votaron por él, de hecho fue donde menos votos sacó.
Cuándo le pregunté qué había pasado, el hombre no salía de su asombro. Cómo, después de su sacrificio, después de todas esas noches en vela, después de haber arriesgado la vida contra los mareros, la gente le daba la espalda. ¿Cómo podía un pueblo ser tan, pero tan desagradecido?
Y supongo que hay quienes se preguntan eso hoy en día. Bueno, no lo supongo. Lo sé. Basta con leer las mantas que exigen la gratitud para quienes hoy son los acusados, para ellos y para todos los que les ayudaron, con las armas, el dinero o el silencio.
Desde mi atalaya de capitalino clasemediero, supongo que soy el grupo objetivo del chantaje moral de quienes enarbolan la bandera de la ingratitud. Debería estar agradecido de que los comunistas no metieron a dos familias de indios a vivir en mi casa, como me aseguraba un vecino que pasaría si los guerrilleros ganaban la guerra. O debería estar agradecido de que el país no haya terminado como Cuba o como Nicaragua.
Pero eso es tan abstracto. Agradecer por algo que tal vez a lo mejor hubiera pasado pero no pasó, es pedir un salto de la imaginación bastante grande.
Lo que pasó es, depende a quien se le pregunte, horroroso o nada en realidad. Por eso, me gustaría saber exactamente de qué debería estar agradecido. Las evidencias están allí, están los miles de muertos, están los testimonios, están los documentos.
Me gustaría que alguno de ellos me explicara qué exactamente fue lo que hicieron sin eufemismos. Sin recurrir a las frases como “defensa de los más caros intereses de la nación” o “proteger a la tierra amada de las garras del comunismo internacional”.
Si hay que agradecer, habrá que saber exactamente a quién le damos las gracias, con nombres y apellidos y por qué. Algo así como “se agradece al capitán fulano de tal, por masacrar a X cantidad de personas con X justificación”. O “se agradece al oficial de policía fulano de tal por torturar a zutano, mengano y perencejo porque gracias a que les arrancó las uñas se pudo impedir que hicieran X”.
A ver si hay alguien que encuentre un argumento lo suficientemente válido para justificar la tortura, la desaparición forzada o la masacre.
Ponerse en el lugar de las víctimas es un ejercicio que puede resultar inútil. Una de las más grandes victorias que tiene el sufrimiento sobre los seres humanos es que es único y personal. No hay palabras, forma de explicar cómo se sobrevive a una vejación tan grande.
La empatía da para mucho pero imaginarse uno ser una mujer de 12 años a quien le mataron su hijo de 30 días de nacido o tratar de ponerse en los zapatos de un niño que tuvo que salir a vivir de la montaña después de que le mataran a sus papas, es pedir demasiado a la capacidad de ponernos en los zapatos de otro.
A mí me basta con saber que estas personas fueron víctimas de injusticias que van más allá de la comprensión humana y que merecen justicia. Los detalles se tienen que saber y quedar registrados para la memoria histórica, no hay duda. Sin embargo, me queda ese sinsabor de pensar que muchos se regodean el sufrimiento ajeno como quien se deleita en contar que las chilenas de CR9 son infinitamente más poderosas que las de Messi.
Y mientras a la gente en general –a los jóvenes sobre todo– le resbala que estas señoras vengan desde sus poblados hoy, treinta años después, a contar los horrores vividos a manos de sus victimarios, mientras el martirologio resulta para unos un buen reclamo para jalar likes en Facebook y para otros una forma fácil de mofarse de los pobres y los desprotegidos, quizá la pregunta debería ser otra.
Porque con todo y el derecho que tienen las víctimas a reclamar justicia y que se castigue a los responsables, a la gente que puede hacer algo para cambiar las cosas –un cambio que pase por garantizar que nunca más ocurra algo igual– le es ajeno el sufrimiento de otros. Sobre todo cuando esos otros son tan, pero tan otros.
Para ellos quizá la pregunta debía ser si entienden que sus problemas de hoy, su falta de seguridad, su falta de acceso a la salud a la educación (porque no hay escuelas ni hospitales o pueden pagar acceso a los servicios privados), su falta de confianza en la justicia y las autoridades tienen su raíz en las actitudes de estos hombres que hoy enfrentan la justicia por otros delitos. Por ellos y por otros cientos como ellos.
Porque, además de masacrar, torturar y desaparecer a la gente y dejaron un país partido en mil pedazos con odios tan profundos que treinta años después aún supuran, también desmantelaron el sistema de justicia, descabezaron a la clase intelectual, fueron por demás negligentes (y absolutamente incapaces) con sus obligaciones de construir un sistema de salud y educación que no permita miles de muertes prevenibles o produzca interminables tandas de analfabetos funcionales.
Eso además de no mover un milímetro hacia la igualdad la injusta distribución de la riqueza en el país y hasta prestaron (¿o alquilaron?) las armas y los hombres para aplastar revoluciones privadas.
Si la gente a quien hoy le resbala o, como mucho, mira estas cosas como algo que pasó hace mil años en un lugar tan lejano, entendiera esto quizá la historia sería otra. Quizá no habría gente en las calles diciendo que somos unos desagradecidos.
Más de este autor