Toda música, adecuada a su contexto socio-histórico, es bella. Puede haberla más elaborada: el grado de desarrollo que logró la polifonía europea no tiene parangón; pero de ahí a ponerla como «el» modelo de perfección creativa no hace sino reafirmar el eurocentrismo dominante.
El siglo XX acrecentó monumentalmente procesos de cambio que se venían dando desde el XIX. En la lógica que el capitalismo inició, ninguna faceta de lo humano puede escapar al horizonte de producción mercantil: todo deviene bien de cambio, está concebido en función de una estrategia comercial. La música no puede ser ajena a esta dinámica.
La pregunta que puede abrirse cuestiona hasta qué punto la producción mercantil que vamos viendo acrecentarse día a día en el ámbito musical mantiene el espíritu de belleza que estaba en su base. ¿Se produce porque el autor tiene algo qué decir, como desde hace un tiempo se viene entendiendo la creación artística, para homenajear algo, o simplemente se componen mercaderías para vender?
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Está más que claro que los modelos de belleza son coyunturales. No hay una belleza universal ahistórica. De todos modos, cabe reflexionar en torno a la producción musical que vemos en la actualidad, donde se universalizan gustos más allá de las diferencias culturales y donde se busca como fin supremo la venta del producto terminado, independientemente de su calidad. Rápidamente queremos enfatizar que ninguna música es más «bonita» que otra; pero pueden abrirse dudas genuinas en torno a esta globalización: ¿por qué la gran mayoría de jóvenes del mundo escucha rock, por ejemplo, o nadie deja de conocer a The Beatles, y no pasa lo mismo con un bikutsi camerunés o algún joropo venezolano, por muy bello que sea? Incluso, se les puede despreciar desde la cosmovisión occidental imperante.
Lo peligroso en este proceso en marcha es el lugar de mero consumidor pasivo en que vamos quedando las enormes mayorías, hoy día ya a escala global. Se universalizan gustos, se manipulan tendencias, se imponen consumos. Por supuesto que nadie está obligado a comprar la música de moda que se publicita por los medios masivos, pero ¿quién y cómo puede sustraerse a esa fuerza?
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La música pasó a ser, en muy buena medida, el «ruido» de fondo que estamos constreñidos a consumir, en cualquier parte del mundo, en tanto una mercadería más que hace parte de las «diversiones» que se imponen. De ahí que continuamente cambian los músicos, los productos de moda, las formas en que se presentan propuestas y mensajes –¿superficiales?– que, sin dudas al mes de producidos, son olvidados a la espera del nuevo hit.
La idea de arte musical eurocéntrica de algunos siglos atrás va quedando de lado, y la misma mercadería estandarizada surgida de lo que, quizá imprecisamente, se llama Occidente, ese producto que hace parte del llamado sin ningún pudor «industria del entretenimiento», va tapando creaciones locales no-occidentales, acorralando tradiciones a veces antiquísimas. Sin duda estas producciones, a veces con raíces milenarias, no han desaparecido (todavía al menos; quizá nunca suceda), pero la universalización de las usinas generadoras de modas (y de ganancias) las va rodeando.
La «mercadería musical» conspira contra la calidad. No queremos decir que el pop estadounidense o inglés sea más o menos bello que una raga hindú, un sheng-guan chino o una ópera italiana. Pero, como mínimo, queda la duda respecto a la profundidad creativa –por así decirlo– de estas creaciones a todas luces pasajeras, más pensadas en relación al hit parade que a su perdurabilidad como manifestación de lo espiritual.
«El mal gusto está de moda», dijo mordaz un músico de gran calidad, el cubano Pablo Milanés. De ser cierto… ¿quién impone las modas?
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