Mi abuela destazaba cerdos, hacía chicharrón (a nosotros nos dieron en lugar de un pepe, como se acostumbra ahora, un pedazo de chicharrón y eso nos volvió adictos a esa delicadeza indígena) y manteca, blanca como la nieve, y en ocasión de la nochebuena, en la sala de adobe, teja y piso de barro, en un rincón se hacía durante varios días el nacimiento, el cual se adornaba de tiras de manzanilla, granadillas, mandarinas y limas de Momostenango y colmados de animalitos, ríos fingidos, montañas, aves, cuevas, etc.
El musgo y el pashte ornamentaban el árbol (chiribisco) adornado con luces y bombillas (elementos ya modernos, en esa época), se hacía una baranda que se cubría con hoja de pacaya y en los costados la flor llamada pata de gallo. Se barría el piso de barro y se echaba agua para cubrirlo de pino traído del cerro. El aroma de los tamales de arroz, del chocolate hervido se elevaba y penetraba hasta lo más recóndito de nuestra alma y sentimientos.
Esos arreglos tenían que terminar al medio día del 24 de diciembre. Se barría el patio de tierra y cuando llegaba la energía eléctrica, a las 5 de la tarde, en un radio de tubos, con armazón de madera, se empezaban a escuchar los sones tradicionales de la bella Xela.
No se acostumbraban regalos. Como niño, mi mejor regalo era todo ese ceremonial familiar, donde la imagen del niño cristiano no era el centro de la festividad. Era, que recién se había terminado la tapisca y el maíz estaba tendido para secarse y en medio del cuadrado de color amarillo que se formaba, un altar piramidal adornado de flores y candelas. Era el tributo a la madre tierra, era el Toj, (el agradecimiento, la ofrenda), decía mi abuela.
La celebración, era porque venía otro año de trabajo y cosecha. La venta de los perrajes y cortes que se hacían en casa, se habían vendido bien y eso había que agradecerlo, porque en mayo, junio y julio, eran los meses de «cuadritos» (difíciles para el negocio) y había que tener ahorros, maíz y materia prima para trabajar y semillas para sembrar.
Se celebraba la familia ampliada. Niños, nueras, tías, yernos, sobrinos, hijos, familia de raigambre ancestral, en cuya memoria moraba la historia y herencia de los ancestros. Se recordaban con lágrimas e invocaciones. Se quemaba copal y si no había, aunque fuera incienso.
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Esos olores, colores, sabores y rituales nos marcaron para siempre. ¡Qué bueno! Nos situaron en el mundo terrenal, con identidad propia y afianzada la memoria antigua para vivirla en el presente y heredarla, en su momento, a nuestra descendencia. Al otro día, la emoción de ver la salida del sol radiante y las ganas de seguir comiendo tamales.
El olor del nacimiento se prolongó no solo durante días, sino en toda nuestra existencia.
El Popol Vuj, es el libro de las historias del pueblo Kiche´, rescatado del salvajismo invasor y legado a la humanidad. Con sus mitos, historias, leyendas, valores y principios. Es el eslabón entre los mayas clásicos y los indígenas colonizados y resistentes siempre.
El libro[1] dice:
«El primero en aparecer fue Tojil…El que representa la memoria de su creador, de su formador. (El dador del fuego, que lo creó dando una vuelta sobre su caite)
Se turnaban para ver la gran estrella, llamada ik´oq´ij, (Venus) la que sale antes que el Sol, cuando nace el Sol; la hermosa estrella de la mañana.»
Tojil (Toj, ofrenda) fue colocado en la montaña.
(Los Kiche´) estaban desesperados por ver el amanecer. (Tojil) estaba tranquilo «…en los barrancos, en los bosques; entre bromelias, entre musgo gris se encontraba.»
«Ahora vamos a contar el amanecer, el aparecimiento del Sol, de la Luna y de las estrellas.
En seguido salió el Sol. Se contentaron los pequeños animales, los grandes animales; se levantaron de la orilla de los ríos, de los barrancos; subieron a la cima de los montes y a un solo lugar dirigieron su mirada hace el lugar donde salió el Sol.»
¡Vivamos la festividad, con lo nuestro, sin árbol cervecero!
[1] Versión de Enrique Sam Colop
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