El campeonato de la FIFA es la guinda en el pastel de un muy bien aceitado mecanismo de control ideológico-cultural con el que el sistema capitalista global nos «adormece» día a día. En Argentina sobran motivos para salir a protestar a las calles, con una economía que cayó en picada estrepitosamente estos años, con un empobrecimiento como no se ha visto en ningún lado, con una derecha troglodita que se permite mandar presa a la actual vicepresidenta para impedirle postularse en las próximas elecciones; pero curiosamente la población no reacciona ante eso, pero sí para ir al funeral de Maradona en plena pandemia, con un millón de personas visitando su capilla ardiente, y sí sale a la calle (cinco millones, por si fuera poco) para celebrar el reciente título mundial.
Fuera de la alegría de algunos y las caras largas de otros, el lunes siguiente a la gran final todo sigue igual. Difícilmente se apruebe en algún país, como herencia del campeonato recién terminado, una nueva política de difusión masiva del fútbol, o como consecuencia colateral de esta fiebre que se vivió se desarrolle una nueva actitud hacia el deporte en general. ¿Habrá más deportistas luego de este Mundial, menos jóvenes consumidores de drogas o, en todo caso, no habrá más gente desesperada que verá el fútbol como una forma –individual, por cierto– de «salvarse» al poder fichar como profesional? ¿Cambió en algo la situación de explotación de las grandes mayorías?
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¿Estamos mejor después de esta «fiesta descomunal, inolvidable, llena de alegría y felicidad», como promocionaban sus organizadores? Las 20,000 personas diarias que mueren por hambre en todo nuestro planeta, o los 25,000 dólares por segundo que gastados en armamento, las 3,000 personas que diariamente marchan desesperadas del empobrecido sur hacia la opulencia del norte, la casi mitad de población mundial que sobrevive con dos dólares diarios, los alrededor de 800 millones de adultos analfabetas que existen, de los cuales dos terceras partes son mujeres, y el blancocentrismo infame que recorre el mundo (aunque muchos de los jugadores de las potencias europeas sean latinoamericanos o de origen africano), no terminaron. ¡Ni van a terminar mientras continúe el capitalismo!
«Fútbol: pasión de multitudes», se ha dicho. Si Marx, a mediados del siglo XIX, pudo expresar que «la religión es el opio del pueblo», hoy ese calmante, ese bálsamo para olvidar la crudeza de la vida, ese opio es el fútbol profesional llevado a este sitial de honor por la empresa capitalista. Más allá de que el deporte sea atractivo –y, por cierto, para una inmensa cantidad de gente, lo es– esta locura que desata es algo manipulado, bien pensado. Recordemos, como dijera Raúl Scalabrini Ortiz, que «nuestra ignorancia fue planificada por una gran sabiduría».
La idea de deporte amateur, en el sistema capitalista, va quedando absoluta e irremediablemente desechada. El fútbol, como todos los deportes, nacido como pasatiempo atractivo, pasó a ser 1) un mega-negocio fabuloso y 2) un poderosísimo instrumento de control social manejado por poderes globales. Con esta ilusión que venden los Mundiales exaltando un dudoso patriotismo, todo el mundo por igual dentro de un país: ricos y pobres, explotadores y explotados, discriminadores y discriminados, viven la ilusión de ser iguales por un día, para festejar un triunfo y cantar el himno nacional. Pero terminada esa fiesta pasajera, todo vuelve a la «normalidad».
Practiquemos todo el deporte que podamos, pero cuidémonos de los «espejitos de colores» con los que buscan adormecernos.
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