Recuerdo que en cierta ocasión cuando aún éramos niñas, en una reunión familiar que se llevó a cabo en su casa, salimos a la calle a jugar junto a otra prima. Ambas, unos años mayores que yo, se pusieron de acuerdo y corrieron mientras yo estaba distraída, y me dejaron perdida en unas calles que desconocía y no supe cómo regresar. Los tiempos eran menos turbulentos en cuanto a delincuencia común se refiere, por lo que pronto me encontraron y, además de llorar por el susto de saberme desorientada, del sentimiento de abandono porque comprendí que “me perdieron” a propósito, lloré porque recibí una tunda paterna por haber permitido que me pasara eso. Así eran las cosas. Por eso, entre otras razones, sentía que no la quería porque deseaba jugar con ella y sus lindos juguetes de hija única, y ella lo hacía a regañadientes, disgustada y con razón, sobre todo cuando años después la obligaban a que me llevara a sus reuniones de adolescente, a las fiestas o “repasos” con sus amigas.
Pues con esas emociones encontradas fui creciendo con respecto a mi prima. También con el sentimiento de querer ser mejor que ella en los estudios, pues en esos actos rimbombantes que antes hacían en los colegios para dar medallas y conceder banderas a los alumnos con los mejores promedios, intuyo que tanto su mamá como la mía se vanagloriaban de los logros de sus hijas y, al menos así me quedó en la memoria, competían silenciosamente entre sí por ver quién era mejor. Una vez, por cierto, mi prima llegó a desmayarse del estrés antes de la entrega de las medallas en su colegio cuando una profesora, como broma, le dijo que ese año no iba a obtener el primer lugar. Por mi lado yo también me sentía presionada cuando, por alguna razón, bajaban mis calificaciones y mi mamá me retaba por ello.
Mi prima se casó joven y pronto tuvo a dos de sus cuatro hijos. Fue en esa época, recuerdo, cuando ella tenía tres trabajos y a sus dos niños mayores aún pequeños, cuando empecé realmente a quererla, a verla y sentirla como mi hermana, como mi amiga. Ella estudiaba su tercer semestre en la Facultad de Ciencias Económicas en la USAC (durante cuatro años consecutivos obtuvo un reconocimiento por ser una de los quince mejores estudiantes entre más de 40 mil) y yo iniciaba mi primer año en la Facultad de Humanidades. Vivíamos cerca y yo pasaba a traerla para irnos juntas en los ruleteros que por ese entonces hacían la ruta del periférico hacia la Universidad. Vienen a mi mente las imágenes de cómo a veces asumíamos posturas impensables para caber en el microbús, cómo teníamos qué enderezarnos y estar un rato paradas, inmóviles, mientras los músculos y los huesos regresaban a su lugar al bajarnos, y las carcajadas cuando nos mirábamos en esos trances. Fue en esos días también, cuando platicábamos de la vida, de nuestras ilusiones futuras, de los hijos y el trabajo, que fuimos conociéndonos y forjando una amistad que perdura hasta el presente.
Finalmente, Ana Guisela se graduó de la USAC con honores, hizo en otra universidad su maestría también con honores, y hoy trabaja en una institución importante y es una exitosa auditora. Además de sus cuatro hijos, adoptó metafórica y literalmente a su abuelo, a su mamá, a sus tías, y vive en una familia extendida que se apoya mutuamente, como suele suceder en nuestras familias latinoamericanas. En su trabajo ocupa el puesto más alto al que puede aspirar sin tener contactos políticos, pues además del techo de cristal con que las ejecutivas ven detenido su ascenso, ella se ha mantenido al margen del poder. Asimismo, tiene una fe enorme y se siente feliz con el trabajo comunitario que realiza en su parroquia.
Mi prima pertenece a esa generación de mujeres en transición, que viven por un lado los valores tradicionales de la familia, el matrimonio, el papel de la mujer en la sociedad, pero que ha desarrollado simultánea y exitosamente una vida académica y laboral que contribuye día a día con el progreso que pueda darse en nuestro país, que pese a estos avances, sigue siendo extremadamente machista, excluyente y discriminador.
Para terminar, una anécdota aleccionadora para mí. Era una tarde de julio de mi segundo semestre y antes de pasar por ella a su casa se desató una tormenta inclemente. La llamé por teléfono y le dije: “Ana, ¿vamos a ir hoy a la universidad, con esta lluvia?”. Me respondió contundente: “¿Por qué no? La vida continúa”. Así que tomé mi paraguas, pasé por ella y fuimos a estudiar con la ropa húmeda y los zapatos mojados, pero contentas
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