La semana pasada, tras la granada tirada en el hospital San Juan de Dios y la balacera consecuente, cuando los medios noticiosos tuvieron el detalle de informar que, entre muertos y heridos, una de las víctimas tenía muerte cerebral, este detalle de la información cumplió —para mí al menos— con el objetivo del ataque: me llenó de angustia y desesperanza.
La muerte cerebral coloca a las personas que se enfrentan al hecho en dilemas éticos y morales. Es el caso de una persona que ya no v...
La semana pasada, tras la granada tirada en el hospital San Juan de Dios y la balacera consecuente, cuando los medios noticiosos tuvieron el detalle de informar que, entre muertos y heridos, una de las víctimas tenía muerte cerebral, este detalle de la información cumplió —para mí al menos— con el objetivo del ataque: me llenó de angustia y desesperanza.
La muerte cerebral coloca a las personas que se enfrentan al hecho en dilemas éticos y morales. Es el caso de una persona que ya no vivirá, pero a la cual no se le puede acortar el dolor facilitando su muerte. Es, como decía antes, el abandono de la esperanza a base de sentir impotencia. Y esa es una sensación que dejan hechos como el de este ataque en un país donde ya nos curtimos de escuchar muertes violentas por un teléfono celular o masacres de familias en el área rural.
Lo que se está consiguiendo es la muerte cerebral de la sociedad en su conjunto. No terminamos de morir para dar paso a un nuevo ser social, pero tampoco tenemos visto un remedio en el marco del actual sistema. Ya no basta con que tengamos miedo y taras. Ahora debemos bajar aún más en la escala del terror a la situación del zombi, del que le comieron el cerebro: idiotizados por lo suave o por lo duro, pero idiotizados, con capacidad de reacción nula y de sentir decadente.
Y no crean que es de nuestra exclusividad. En las vecindades también lo vemos. Una amiga me anticipaba que en México la desaparición de los 43 estudiantes había llevado la situación muy lejos y que estaban por darse una revuelta popular y un nuevo orden. Nada pasó. En la búsqueda de los 43 se encontraron fosas con cadáveres que sumaron cientos y que no eran de los buscados. Se develó un horror aún más grande, y más terror se asentó en la población. Durante la guerra en El Salvador, hace ya 30 años, alguien contaba cómo, luego de los combates, en zonas urbanas los niños corrían entre cadáveres aún no reconocidos jugando a que llevaban la noticia de quién del barrio era el muerto. Esa inocencia perdida se paga. Y se ha pagado muy caro.
¿Qué querían conseguir con la salvajada del hospital? Supongo que llevar el terror y la impotencia a niveles cualitativamente distintos. Y lo consiguieron. Porque murieron personas que salían de su trabajo, personas que entraban a su trabajo, personas que vendían comida barata para personas que llegaban a rascar un poco de atención de un sistema de salud que de todas formas las mataba a pausas. Murieron. Fueron mutiladas y heridas. Además, a una de ellas le causaron muerte cerebral. Pero de paso nos mostraron la forma como nos están induciendo de a poco, desde hace tiempo, en una muerte cerebral social. Bobos no son. Saben lo que hacen. Por lo tanto, parafraseando trastocado: «Padre, no los perdones, porque saben lo que hacen».
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