En sintonía con eso, las agencias de inteligencia de Estados Unidos destacan que «a comienzos del siglo XXI hay grupos indígenas radicales en la mayoría de los países latinoamericanos, que en 2020 podrán haber crecido exponencialmente y obtenido la adhesión de la mayoría de los pueblos indígenas […] Esos grupos podrán establecer relaciones con grupos terroristas internacionales y grupos antiglobalización que podrán poner en causa las políticas económicas de los liderazgos latinoamericanos de origen europeo. […] Las tensiones se manifestarán en un área desde México a través de la región del Amazonas». Es evidente que esos pueblos indígenas, siempre excluidos, explotados, olvidados en la dinámica de los Estados latinoamericanos —solo utilizados como mano de obra barata—, cuando se organizan y alzan la voz, preocupan y quizá hasta asustan.
Quienes durante siglos fueron la raza inferior son ahora un peligro para la seguridad hemisférica. Los movimientos indígenas latinoamericanos están vivos y en pie de lucha, quizá ahora más que nunca. ¿Qué son esos movimientos? Hay de todo, pero, más allá de la dispersión, hay un común denominador: la reivindicación de una identidad cultural de base. Sus reivindicaciones se encaminan hacia el planteamiento de Estados plurinacionales. En Latinoamérica se da la paradoja de que, en países con mayorías indígenas, estas son discriminadas (como pasa aquí).
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La aparición de los pueblos indígenas como nuevos actores políticos en el escenario latinoamericano, con una dinámica muy particular como no la habían tenido durante los siglos de colonialismo ibérico padecido, se caracteriza por un conjunto de dinámicas propias que no tienen otros movimientos sociales: 1) la reivindicación de sus derechos específicos como pueblos indígenas, con su cultura y su autonomía; 2) la territorialización de su presencia; 3) el desarrollo de estructuras organizativas cada vez más complejas; 4) la dimensión nacional de sus demandas, y 5) las relaciones que están tomando sus luchas con los Estados nacionales donde estas ocurren. Podría decirse que es un pedido generalizado, desde Chiapas hasta la Patagonia, el reclamo de reconocimiento del derecho a la diferencia, a que se reconozca y respete su especificidad étnico-cultural, a que no se los reduzca a categorías sociales de la sociedad capitalista dominante como la de campesinos.
Desde hace ya algunas décadas los pueblos indígenas vienen llevando a cabo una serie de luchas en defensa de sus derechos plenos y de sus territorios. Los Estados nacionales donde habitan, más que acogerlos como ciudadanos, los han marginado y reprimido históricamente. Se enfrentan a las fuerzas armadas y policiales de los mismos países de los que son parte, a los terratenientes, a las empresas petroleras (generalmente extranjeras y afincadas en territorios que los Estados nacionales les otorgan pasando por encima de los pueblos originarios), a las empresas forestales y mineras, todo en un marco reivindicativo que va desde lo político hasta lo cultural.
Constituyen una piedra en el zapato para los grupos dominantes. Con una tradición que viene de sus siglos de resistencia a la dominación española, evidencian una democracia de base más genuina que muchas de las democracias representativas de los Estados que los acogen. Si consolidan esas prácticas de democracia directa, inmediatamente se tornan en desafíos a los poderes tradicionales de sus países, de modo que pueden confluir con las tendencias más contestatarias de otros sectores sociales igualmente segregados y empobrecidos (trabajadores urbanos, pobrería en general). En otras palabras, los movimientos indígenas vienen emergiendo en el mismo horizonte común de cambio social y político que levantan otros colectivos igualmente marginados y apuestan por nuevas formas de democracia participativa, todo lo cual es un reto abierto al statu quo, tradicionalmente conservador y racista, con un profundo sentimiento antiindio.
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