Dicho movimiento incluye un nivel de vida más alto y también un estatus social más elevado, que no se mide en activos sino en respetabilidad e influencia en diversos dominios de la vida en sociedad.
Mi papá siempre nos enseñó, a mis hermanas y a mí, sobre nuestra procedencia humilde. Somos de pueblo: Salamá, Baja Verapaz, por el lado paterno; y Flores, Petén, por el materno. Para nosotros, nacer en la Ciudad de Guatemala fue el resultado de la migración de ambas familias en búsqueda de mejores oportunidades de trabajo para mis abuelos y de educación para mis padres y tíos.
Nosotros ya crecimos dentro de la clase media capitalina y nos educamos en colegios privados, pero este no fue el caso de nuestros padres. Mi papá hizo sus primeros estudios en la escuela de Salamá. Después lo mandaron a estudiar con sus tíos a la Escuela Normal en Guatemala, donde luego ingresó a la Universidad de San Carlos para estudiar ingeniería, mientras trabajaba por las noches como maestro de adultos. Para complementar sus ingresos también repartió periódicos de madrugada. Una bicicleta era su medio de transporte para cruzar la ciudad de norte a sur. Sus papás no podían ofrecerle mucho más apoyo porque detrás de él venía la responsabilidad de sus cuatro hermanos.
Mi madre, por ser la menor de seis hermanos, llegó de niña a la Capital y también dependió del sistema público para educarse. Su padre había sido maestro de escuela en Petén desde 1928 y burócrata ya en la década revolucionaria (1944-54), pasando por AVIATECA y la Finca Santo Tomás, hasta terminar sus años de trabajo en el Ministerio de Finanzas. Mi otro abuelo también trabajó para el Estado: en Caminos, la Dirección General de Estadística y el INTA.
En la década de 1960, mientras mi mamá se lanzaba a la aventura de trabajar en los EE.UU. como niñera, mi papá obtenía una beca para completar sus estudios de ingeniería en Alemania Occidental. Ambos podían haberse quedado en dichos países, pero volvieron a Guatemala, donde eventualmente formarían juntos una familia. Mi madre, con título secretaria, sacrificaría su vida laboral por cuidar a sus hijos y sacar adelante el hogar, y mi padre desarrollaría desde abajo su carrera de 30 años en una empresa constructora. Tal fue la estratégica división del trabajo que nos permitió tener una niñez bastante tranquila, equilibrada y relativamente privilegiada.
En la familia de mi esposa, la historia también es de mucho trabajo y sacrificio. Su papá era hijo de inmigrante chino en la segunda década del siglo XX. Debido a su pobreza, a mi suegro le tocó trabajar en la limpieza de baños y luego como telegrafista. Finalmente, llegaría a ser un exitoso comerciante, a pesar de su escasa educación. Eso le permitió brindarle a su familia las oportunidades que él no tuvo, como aprender un idioma extranjero, lo cual consideraba clave para el mundo de los negocios internacionales. Hoy su hijo se mueve con fluidez entre Hong Kong, México y Guatemala.
Dos generaciones después, mi hija tiene una madre médico-pediatra con especialidad en enfermedades infecciosas, una educación adquirida en los EE.UU. con mucho sacrificio y disciplina. Sus cuatro tías también son profesionales, aunque sus dos abuelas solo alcanzaron el nivel medio, y sus cuatro bisabuelas no pasaron de la educación elemental. Es decir que, a pesar de todas las dificultades institucionales de Guatemala y la gran desigualdad social existente, el punto de partida de mi hija ha sido determinado por un arduo trabajo intergeneracional. Sin embargo, el mismo no se ha dado en el vacío, sino que fue apoyado por oportunidades laborales y educativas provistas por el sector público, para el caso de sus bisabuelos y abuelos, aunque siempre en un contexto político y económico adverso e inestable.
¿Cuántas historias similares a la nuestra habrá en Guatemala? ¿Qué otros factores podrían explicar estos cambios positivos de una generación a la siguiente? ¿Cómo podemos acelerarlos y generalizarlos?
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