Se caracterizan por ser utilizados para encuentros de parejas que habitualmente no conviven (novios, amantes, sexoservidoras con clientes). Raramente van ahí parejas oficiales. Rodeados de esa aureola de transgresión, nadie quiere ser visto cuando entra o sale de uno de ellos, y no hay que dar los datos personales para alquilar una habitación, como sí sucede en los hoteles convencionales.
Es uno de los negocios que más crece en las últimas décadas. Continuamente se abren nuevos moteles en todas partes, y siempre, a toda hora, están llenos (muchas veces hay que hacer fila para ingresar, igual que en la misa para recibir la hostia). Si la crisis económica golpea, en estas empresas pareciera no sentirse.
¿Qué nos dice esta proliferación continua de moteles? Muestra que las parejas oficiales, las parejas bien constituidas, el modelo de institución matrimonial asumido como normal en el Occidente cristiano, hacen agua. ¿Quién de los que lea este artículo, varón o mujer, no ha ido alguna vez a un motel en situación de transgresión? ¿Quién no ha hecho alguna vez esa travesura? Lo que sí es cierto es que los moteles respetan a cabalidad la equidad de género, pues son visitados en igual proporción por hombres y mujeres —aunque sean los caballeros los que, machismo mediante, en general paguen la tarifa—.
No hay estudios categóricos que fijen con exactitud el porcentaje de infidelidad conyugal existente en el mundo (¿quién se atrevería a responder con veracidad sobre el asunto?). Pero, sin dudas, existe. Si no, no seguirían creciendo en forma exponencial los moteles. ¿Qué nos dice esa repetición del hecho?
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Por lo pronto debe hacerse notar que se da tanto entre hombres como entre mujeres, pero más entre varones. Esto habla de un difundido patrón machista asumido como normal en el transcurso de la historia. A los machos esta práctica se les tolera mucho más que a las mujeres. Incluso, encontramos formaciones culturales donde las relaciones entre géneros se vertebran sobre modelos poligámicos, entendiéndose la institución matrimonial misma como autorizada —para el hombre, no para la mujer— a constituirse teniendo vinculaciones afectivas y sexuales dentro y fuera de ella. La mujer que osa ser infiel es condenada, pero no así el hombre.
Ser fiel significa mantener la palabra empeñada, hacerse cargo de un compromiso contraído. El mantener relaciones fuera de la institución matrimonial habla de lo dificultoso de esa empresa: una de las causas más presentadas como causal de divorcio es, justamente, la infidelidad conyugal. Si esto se repite con la frecuencia que se da (insistamos: junto a las agencias de seguridad privada, uno de los negocios en mayor expansión en las últimas décadas han sido los albergues para parejas, usados fundamentalmente para relaciones traviesas), esto nos está demostrando qué difícil es mantener la palabra.
Los seres humanos no nos acercamos entre varones y mujeres solo para reproducirnos. Ese es un fenómeno del orden animal. Los humanos no nos movemos por un instinto de apareamiento. Esto es secundario. Nos une el errático, evanescente y por siempre problemático motor del deseo. La reproducción viene por añadidura. Y definitivamente las relaciones extramaritales están por fuera de la búsqueda de prole (en los moteles se venden más preservativos que cerveza).
No se trata de abrir condenas, sino de entender la condición humana. El amor eterno… dura poco. El deseo es siempre deseo de otra cosa, y no hay objeto último que lo colme. ¿Será que para evitar la infidelidad en la estructura monogámica habrá que inventar algo nuevo? Pero ¿se puede evitar la travesura? ¿Puede terminarse con la transgresión? El crecimiento de estos moteles parece dar la respuesta.
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